lunes, 14 de septiembre de 2015

Siempre

Un viaje acaba de comenzar. Un viaje sin retorno. Tú viaje. Te fuiste para siempre y al escribir esa palabra recién comprendo su verdadero significado. Solemos decir “siempre” tan a menudo, para cosas tan banales, pero esta vez, en cambio, significa algo tan definitivo: te – fuiste – para - siempre. Y me queda claro que no vas a volver.

Porque tu viaje es más largo que el viaje de todas las guacamayas del mundo volando juntas. Tu viaje es más lejos y solitario que el de todas las tortugas que vi nacer esta temporada. Ellas nacen solas y se orientan hacia el mar guiadas por el canto de las olas y por la intensidad luminosa del horizonte marino. Son arrastradas por las corrientes de agua, guiadas por las fases lunares y la magia de su magnetismo sobre la tierra, son impulsadas a través del mar miles de kilómetros al año, en un recorrido fascinante y peligroso, antes de volver al mismo lugar en el que nacieron. Las pocas que sobreviven vuelven y perpetúan su especie poniendo cientos de huevos y dando paso a nuevas vidas. Y así una y otra vez.



Me pregunto qué guía tu viaje, si es el sol luminoso, si son las mismas corrientes de aire que guían el viaje de las guacamayas, o si, como las tortugas, te guía la canción del mar al que nunca pudimos ir juntas. Me pregunto dónde estás, si viviendo en una estrella o flotando entre las nubes o en un campo de guayacanes amarillos de los que tanto te gustaban.

Pero soy poco romántica y prefiero las respuestas certeras y la única certeza que tengo es que vivirás, por siempre, en la memoria de los que te conocimos. Y este “siempre” también es definitivo, porque haberte conocido fue amar tu alegría y tu sonrisa y los que tuvimos ese privilegio atesoraremos tu recuerdo en ese lugar de la memoria, en el que se quedan guardadas las cosas bellas y las personas valiosas que la vida nos pone en el camino.


Es curioso, este viaje a Costa Rica empezó  por ti y finalizó contigo, en una perfecta sincronía, porque así es la vida, sincrónica, así no siempre entendamos el recorrido que nos propone, así no siempre sepamos bailar la música que nos ofrece, así no siempre podamos insertarnos en las corrientes del aire y del mar. Es sincrónica, como sincrónico es el increíble periplo de las tortugas por el continente, el vaivén de las guacamayas liberadas que siempre regresan en festivas bandadas para recordarnos que están vivas y libres gracias a nosotros, gracias a los que las amamos,  gracias a los que regalamos nuestro tiempo y nuestro trabajo y gracias a ti, que me inspiraste para cumplir ese sueño de plumas de colores, que físicamente ya termina, pero que, estoy segura, apenas comienza.  




*A Miss Toro, quien murió 3 meses después de haberla visitado en San Francisco. 11 años después de haberla conocido en Londres. Allí me recibió como si fuera su hija y me contagió con su forma avanzada de ser y de pensar. A su lado, aprendí que el mundo es grande y que no se necesita compañía para recorrerlo. Junto a ella, entendí que lo único de lo que uno se arrepiente es de lo que deja de hacer. En su memoria me refundí un mes en la selva costarricense, persiguiendo mi sueño de cuidar guacamayas. En su honor, todos las acciones posteriores de mi vida están encaminadas a la búsqueda de un solo objetivo: ser feliz.                                          


lunes, 24 de agosto de 2015

A la vuelta de la esquina

Perdonarán, mis queridos lectores, si estas últimas entradas han estado más llenas de reflexiones que de aventuras, pero ¿valdría la pena un viaje que no sacudiera nuestra mente? ¿Valdría la pena tomarse el trabajo de elegir un destino, tomar un avión, cambiar la rutina y los horarios, acoplarse a otras costumbres, defenderse, tal vez, en otros idiomas, para volver siendo exactamente el mismo?  Especialmente en los viajes largos, puede uno darse el lujo de explorar los vericuetos de la mente y divagar sin rumbo hasta perderse en ellos. 

De alguna manera siento como si hubiera formateado mi disco duro. Acá mis días son tan distintos y tengo tan poco contacto con esa vida que dejé suspendida en Medellín que, por momentos, al recordarla, se me antoja ajena, lejana. En ocasiones me veo a mi misma a las 6 de la mañana, ya con las botas pantaneras puestas, en una cocina desconocida, haciendo una olla gigante de fríjoles y garbanzos para más de 100 guacamayas que gritan a lo lejos, explicándole al francés por señas cómo partir la fruta, haciendo la lista del mercado en anglo-portuñol con el brasilero y pensando para mi misma: "que extraña y diferente vida la que llevo por estos días".

Luego me veo en la tarde paseando los perros de Sam, el director general del proyecto, yo que soy poco amiga de los perros porque cargo un trauma desde los 9 años cuando el propio perro de la casa me mordió salvajemente. Y acá estoy, porque el inglés debía viajar y le pareció que yo era la voluntaria más confiable para encargarle a su “familia”, así los llama él, tanto los quiere. Valga decir que el encargo resultó un poco más complejo de lo que esperaba porque  los perros recibieron su entrenamiento en inglés británico y claramente no reconocen mi acento y, por lo tanto, no me obedecen, así que digamos que son ellos los que me sacan a pasear a mí y no yo a ellos, pues al final termino yendo siempre a donde ellos quieren.

Ni mis pensamientos más locos, habrían podido maquinar semejantes escenas jamás. Pero me gusta estarlas protagonizando, tal vez porque disfruto las experiencias cuando me ofrecen todas sus aristas, las buenas, las regulares y las malas. Porque disfruto más de los buenos momentos que la vida me regala, si llegar a ellos me ha costado algo de esfuerzo. No siempre entendemos eso en una primera instancia, la tendencia es quejarse, maldecir, arrepentirse, añorar, abandonar. Pero sólo si logramos sobreponernos, si no nos dejamos derrumbar, si vencemos nuestra mente y sus temores, entenderemos el aprendizaje que la vida nos tenía guardado y atesoraremos esas vivencias porque son nuestras y nadie podrá jamás arrebatárnoslas, porque para conquistarlas tuvimos que ser fuertes.  Ya llegará el tiempo de mirar hacia atrás y sonreír, porque nuestra mente es maravillosa para olvidar lo malo y multiplicar lo bueno, especialmente cuando ya ha tomado debida distancia de los sucesos. Yo siempre cuando una situación me sobrepasa suelo decir: “algún día, al recordar esto me voy a reír”

Una de las aristas más tristes y conmovedoras de esta experiencia ha sido el contacto con la muerte. Verle la cara de cerca me ha hecho reflexionar. Comenzamos a morir desde el mismo instante en que nacemos. Entiendo la muerte como parte de la vida, como el cierre de un ciclo, como el último viaje que todos, irremediablemente, emprenderemos.  Ya decía Borges, “qué es la muerte sino una vida vivida, qué es la vida sino una muerte que viene” Lo que me cuesta aceptar es que la naturaleza puede llegar a ser muy injusta y lo que, definitivamente, nunca voy a entender es el salvajismo en contra de los animales, ejercido de manera despiadada y consciente por la raza humana, que se dice tan civilizada.

Se me atraviesa este tema porque en un corto lapso de tiempo ocurrieron varias cosas:

 Estaba ya de noche cuando un lugareño llegó  en su moto hasta nuestra casa. Parecía muy turbado y tenía entre sus manos una toalla que desenvolvió lentamente dejando ver una guacamaya moribunda. Al parecer iba volando y había chocado contra algo, cayó al piso atontada por el golpe y la atacó un perro. René la examinó y la encontró muy mal. Yo me quedé con ella mientras él salió corriendo a buscar a  Sam. Pude sentir como su vida se apagó lentamente en mis propias manos. Cuando ellos llegaron me encontraron llorando aferrada a la guacamaya. Traté de ser profesional y contener mis sentimientos pero no pude.  Lloré por ella y por el sentimiento de impotencia que me embargó. Lloré por que todos acá trabajamos muy duro para que ellas vivan y podamos verlas libres y felices, pero la naturaleza, a veces, tiene otros planes, así nos cueste entenderlos.

Un par de días después, íbamos por el sendero que conduce a la playa y encontramos un mono aullador en medio del camino, había perdido su cola y sus manos, para mi tranquilidad mental, quiero pensar que se colgó de un cable de energía y no que alguien le cortó despiadadamente sus extremidades. Al parecer, llevaba varios días padeciendo pues ya las heridas estaban descompuestas y los gallinazos las picoteaban sin pudor, mientras él, en un último ataque de dignidad, trataba de espantarlos con el muñón. Todavía recuerdo sus ojos dulces mirándonos con un asomo de esperanza en que lo ayudaríamos. Tenía lágrimas en los ojos y, por ratos, se le escapaba un gemido contenido. ¿Pero qué sería de un mico en plena selva sin su cola y sin sus manos? Fue muy claro que había que sacrificarlo. Sólo pido que haya entendido que fue por su bien.

Días después notamos que una guacamaya llevaba varios días sin comer. Estaba débil y muy flaca. La apartamos, le aseguramos un espacio tranquilo, le preparábamos suculentas comidas, le aplicábamos medicinas, la vigilábamos, pero ni comía, ni mejoraba. Al final no lo logró. Todas las loras son muy resistentes, tanto que pueden vivir fácilmente entre 60 y 80 años, sino es más. Normalmente, cuando muestran síntomas es porque la enfermedad está muy avanzada, pues ellas siempre ocultan sus dolencias para que el grupo no las rechace. Ese fue el caso de esta.

Justo cuando en mi día de descanso estaba pensando que había visto muchas muertes en muy poquito tiempo se ahogó una persona en el mar. Desafortunadamente me tocó presenciar todo el drama; los gritos pidiendo ayuda, el rescate, los intentos de reanimación y la desesperación de su familia por traerlo de vuelta, pero ya la muerte lo había reclamado y nadie pudo hacer nada.  Se murió tan fácil que me quedé pensando en lo frágil que es la vida, a veces, sólo basta un segundo para perderla. Qué se iba a imaginar ese hombre, esa mañana cuando se levantó, que ese sería su último día. Y, sin embargo, lo fue. Pienso en su familia y sé, por experiencia propia, que lo peor, para ellos, apenas está por empezar. 


Finalmente, pienso en mi amiga, muriéndose de a poquitos cada día. Recuerdo que, en parte, por ella estoy aquí  y por eso me entrego con amor al trabajo, sin importar si es duro, si tengo pereza o ampollas en las manos. La pienso cada que veo volar las guacamayas y sé que debe estar a punto de emprender su propio vuelo, uno más lejano y mas definitivo. Uno más hermoso. Quisiera decirle que casi todas las noches sueño con ella y que la más grande enseñanza que me deja todo esto es que la vida hay que bebérsela con sed, saborearla con ganas, porque la muerte puede estar a la vuelta de la esquina.


lunes, 17 de agosto de 2015

En búsqueda de la pasión

Soy amante irremediable de la soledad y encontrarme de repente sola en medio de la naturaleza me ha hecho reflexionar sobre muchas cosas.  Tal vez hoy, simplemente, amanecí pensativa, tal vez hoy, esculcando dentro de mi misma, hallé cosas que creía perdidas, tal vez todos, en algún momento de nuestras vidas, tenemos que darnos este respiro, mirar hacia adentro, lejos de todo y de todos, tomar distancia para enfocar la propia vida con otro lente, para mirarla desde otro ángulo, es conveniente y necesario, sin embargo pocas veces lo hacemos, tal vez por miedo a que no nos guste lo que vayamos a encontrarnos, miedo a que no nos guste en lo que nos hemos convertido y temamos que es demasiado tarde para cambiarlo.

Pero tal vez haya sorpresas, tal vez descubras que te gusta la senda por la que andas y la libertad de tu espíritu. A lo mejor descubras que todo lo que haz afrontado y las decisiones que has tomado te convirtieron en la persona con la que soñabas ser y que tu viaje por la vida es tan fascinante como un buen libro. En el camino de la introspección, todo es posible.



Ahora mismo, contemplando el mar, recién descubro que no sólo vine a cuidar guacamayas, vine a estar conmigo misma, a tomarme un respiro de la cotidianidad de la vida y la rutina del trabajo y a saborear los pedazos que he encontrado, facetas de mi misma que no sabía que existían, cosas buenas y no tan buenas, que al final me definen como la persona que soy.

Este año ha sido particularmente extraño, mucha gente que fue determinante en mi vida se ha alejado de ella y resulta que su compañía que creía tan segura e incondicional ha desaparecido por simples tonterías, he pensado mucho en eso durante estos días y comprendí que no hay ningún lazo seguro que nos una a nadie y que por esa razón, la relación que más se debe fomentar es con uno mismo, pues nacemos solos y morimos solos y la gente que nos rodea son simplemente compañeros de camino que, eventualmente, abandonarán la marcha.

Hoy también pensé en lo lindo que es dejarse mover por la pasión, encontrar algo que verdaderamente te mueva y dejarte llevar. Si eres de los que no pisa la arena por no ensuciarte los zapatos, no sales cuando hay lluvia por no mojarte, no viajas por no cargar tu maleta, tal vez, hoy mas que nunca deberías sacudirte, dejar tu oficina y salir a buscar algo que te apasione, porque la rutina y las comodidades excesivas apagan el espíritu, porque gozar solo con cosas materiales te limita el espectro de todas las cosas inmateriales y gratuitas con las que podrías igualmente gozar: el mar, los atardeceres, los cielos llenos de estrellas, el canto de las ranas, el volar de los pájaros,  contemplar tu animal favorito, caminar sobre la hierba, sonreír. Soy de las que pienso que si uno le sonríe a la vida, ella te devuelve la sonrisa.



Peor aún, conozco gente que ni siquiera sabe qué le apasiona y su vida es un transcurrir de días sin ninguna novedad entre unos y otros. Mueren lentamente y no se dan cuenta. A ellos sólo quiero decirles que escalen una montaña, salgan a pescar, vayan a un sitio al que nunca hayan ido, prueben una comida diferente, métanse a clases de cocina, de pintura, de panadería, ¡de lo que sea! toquen algún instrumento, bailen bajo la lluvia, hagan lo que sea que los mueva, ¡pero hagan algo! La vida tiene un espectro infinito de posibilidades y la propia mente es la que nos impide explorarlas. Es más fácil y más cómodo quedarse sentado en el mismo sillón de siempre viendo el mismo programa de siempre en la televisión.

Estoy hablando de pasión porque he conocido aquí gente verdaderamente apasionada y encuentro que sus espíritus rebosan de vida. La pasión de todos los que estamos acá son las aves y cada que una sobrevuela por nuestras cabezas, la seguimos con la mirada como si fuera una especie a punto de extinguirse, siempre alguien tiene un libro a la mano para identificarla, otro, una cámara para tomarle fotos, otro más unos binoculares y no falta el que grabe su canto para aprenderlo a imitar.
Rafa, el boliviano sólo tiene 26 años y pasa hasta 10 meses del año refundido en el amazonas porque ama a sus guacamayos barbiazules y porque sabe que podrían desaparecer para siempre.

-    –Es que quiero salvarlos –me dice a cada rato– no concibo la idea de que se extingan.

Y yo pienso que su valentía es admirable y que pasión lo va a llevar tan lejos como el vuelo de las guacamayas que, sin duda, va a salvar.

En estos días llegó otro manager brasileño, se llama René y es biólogo y ornitólogo.  El vivió en carne propia la extinción de la guacamaya spix, ocurrida hace menos de un año, quedaba solo un ejemplar en libertad y desapareció. Hoy solo quedan en cautiverio unos cuantos individuos en el zoológico de Sao Paulo, con los cuales René tuvo el honor de trabajar. Y también en cautiverio, quedan otros tantos que un jeque árabe tiene en Qatar. Un enorme tatuaje ocupa todo el brazo de René, es la guacamaya spix, por supuesto, y tatuársela fue la manera que él encontró de inmortalizarla, por lo menos para sí mismo. Tal es su pasión. En el otro brazo tiene tatuado un tucán y una guacamaya azul y una cabeza de guacamaya roja. Tiene su propia compañía de avistamiento de aves en Brasil, es decir que lleva grupo de turistas durante 15 días a ver con sus propios ojos las aves que él tanto conoce. Puede imitar el sonido de cada una de ellas con una precisión desconcertante y las conoce más que a sí mismo. A eso me refiero cuando hablo de pasión. Buscar qué te gusta y entregarte a eso, sin importar si no es lo que la sociedad espera de ti, sin importar si eso que elegiste hacer es diferente de lo que todos tus amigos y conocidos suelen hacer. Creo firmemente que el mundo necesita gente que haga cosas distintas, ya hay tantos ingenieros, tantos médicos y tantos abogados, muchos de ellos odiando lo que hacen, muriendo lentamente en sus oficinas, acumulando dinero para “algún día” salir a perseguir sus sueños, ignorando tal vez, que ese día podría no llegar nunca.

Regalar tu tiempo y tu trabajo es pura pasión. Por eso, en los voluntariados, con contadas excepciones, es posible encontrar gente increíble, rebosante de pasión. Estuve hablando mucho sobre eso con Fabio, el lugareño que trabaja a tiempo completo con el proyecto. Más que nadie, él ha conocido a cada voluntario que ha venido. Increíblemente, casi ninguno es de Latinoamérica, solo vienen puros europeos y norteamericanos. Pocos orientales. El más joven tenía 15 años. La más adulta 50 y tantos. El que mas se ha quedado 10 meses, la que menos 10 días, porque el trabajo le pareció excesivo y ella pensó que venía de vacaciones y no a trabajar. En ese rango de aspirantes ha caído de todo, gente con plata buscando aventuras, gente sin plata buscando viajar barato, gente verdaderamente amante de las guacamayas, gente buscando conocer otra gente, gente huyendo de algo, gente buscando tener experiencias nuevas, gente con tiempo y sin plata, gente con ganas de salvar el planeta y así, cada motivación nos hace confluir en este sitio en el que dejaremos algo e, inevitablemente, nos llevaremos algo también, porque así funciona el equipaje de la vida, es tan amplio y limitado al mismo tiempo, que solo puede llenarse con experiencias, con nada más.











sábado, 15 de agosto de 2015

La rutina de las guacamayas

Cuando entregaron el amor a la rutina,  las loras estaban en primera fila y se lo llevaron todo. Los aviarios son gigantes, pero ellas tienen sus esquinas preferidas, mientras que otras áreas raramente las sobrevuelan. Algunas tienen su comedero favorito y prefieren aguantar hambre antes que elegir otro de los muchos que hay instalados.
Uno no elije a su guacamaya favorita, son ellas las que lo elijen a uno, siguiendo quién sabe qué parámetros dentro de su caprichoso cerebro. A mí me eligió Rubí, una guacamaya de las rojas, la identifico porque tiene la cara pequeña y los ojos muy salidos, lo que hace ver particularmente chistosa. Desde que entro a su aviario sale detrás de mí, siguiendo cada movimiento, a la espera, tal vez, de recibir alguna recompensa. Yo ya sé que ama los corozos, así que siempre me aseguro de tener el bolsillo lleno de ellos.




El desayuno lo esperan a las 7:30 a.m. así que la algarabía se escucha en su máxima expresión a las 7:25 a.m.  Hay que amar mucho a estos animales para levantarse a las 6:00 a.m. a picar 5 kg de fruta, 5 kg de verdura y hacer 5 kg de frijoles, garbanzos, lentejas y arroz todos los días. Mucho amor para salir a agarrar los mangos que los micos aulladores han tirado al suelo, mucho amor para adentrarse en bosque espeso abriéndose paso a punta de machete para coger pesados racimos de corozos. Mucho amor para recolectar almendras de playa en cantidades abismales, pues es un elemento básico de su alimentación.

Pero amor es lo que me sobra, así que me levanto como un resorte apenas aclara el día, preparo toda la fruta, la verdura y los granos. Los peso cuidadosamente en la gramera, yo que nunca uso gramera y todo es al cálculo, juro que acá la uso juiciosa, pues cualquier cosa, menos desequilibrarles la dieta. Me sobra amor para lavarles los comederos, yo que odio lavar platos, el jabón me reseca las manos y el frotar de la esponjilla me pone la piel de gallina. Me sobra amor porque cuando ellas me ven llegar con los pesados recipientes llenos de comida y comienza la algarabía y el jolgorio, yo soy el ser más feliz de este mundo con solo escucharlas. Me sobra amor porque entrar en el aviario y sentirlas sobrevolar a mi alrededor, es la recompensa más grande. Hasta se me olvida que para ese momento ya he madrugado, lavado, pelado y picado la fruta y verdura, ya he cocinado los granos, ya he lavado los comederos y los bebederos, ya he cambiado el agua y eso que apenas son las 7:30 a.m. y faltan otras 3 zonas por atender. Sólo en ese momento agradezco que el voluntario francés exista para que me ayude.



Luego desayunamos nosotros. Siempre primero ellas y luego nosotros, pase lo que pase. Yo hago el desayuno y David organiza la cocina, en teoría. No he podido que entienda que organizar la cocina no es solo lavar los platos sino también barrer, limpiar los mesones y luego lavar el trapo con el que los limpió ¿tan difícil es? Para su limitado pensamiento parece que mucho, porque el hediondo trapo nunca lo lava y yo ya me cansé de explicarle en inglés, en español y en señas que si no lava el trapo no tiene sentido porque luego lo usa para “limpiar” otra cosa y lo que hace es ensuciarla más. Más que cansarme, me resigné, así que siempre termino yo lavando el bendito trapo.

Cuando terminamos de desayunar se trabaja bien sea en limpieza profunda de algún área, en donde se bolea cepillo, escoba y cloro de lo lindo. En enriquecimiento ambiental, que es hacerles juguetes básicamente para que destruyan, en cambiarles perchas o ponerles ramas para que se entretengan masticando con su fuerte e incansable pico. Otras veces salimos a recoger mangos y corozos, o se repara algún aviario, o se siembran árboles, o se lavan las frutas, siempre hay algo para hacer, a veces, divertido, a veces aburrido, pero siempre físicamente muy exigente, así que para la hora del almuerzo ya estoy rendida, bañada en sudor, empantanada y cansada, pero alguien tiene que hacer el almuerzo y ese alguien no va a ser David. Entre otras cosas, porque jamás comería algo hecho por él, temo envenenarme. Pero básicamente porque solo sabe hacer perro y no me gusta la salchicha fría ni el pan tieso.

Como estamos lejos de la civilización, la variedad de ingredientes que se consiguen es extremadamente limitada, así que, cansada y todo, apelo a mi creatividad culinaria y, para serles franca, yo misma me sorprendo de mis capacidades. Con solo tomates, cebolla, pastas, harina, arroz, huevos y garbanzos he hecho maravillas. Y todos felices. Aunque extraño endiabladamente la cocacola y el postre y un buen café. Esta abstinencia me está matando. Traje unas chocolatinas que ya se están acabando, cada vez me permito un pedazo más pequeño y siempre me toca compartirlo con las hormigas.

Apenas terminamos el almuerzo, sigue la función de las guacamayas, otra vez a picar fruta, a hervir arroz, a pesar las porciones. Otra vez a lavar los comederos, otra vez a cambiar el agua y otra vez a llevarles la comida, solo para disfrutar de su exquisita algarabía. Otra vez lo mismo en zona 1, 2, 3 y 4. Cada zona con sus 10 aviarios, eso es mucho para hacer. Para las 4 p.m. ya tienen que estar alimentadas y nosotros organizados porque a esa hora llega el tour. Visitantes de todo el mundo con ganas de conocerlas. Se les hace el recorrido por los aviarios y, entre tanto, las 30 guacamayas que nacieron y criaron acá y que recién liberaron y  andan libres y autónomas por la selva llegan también justo a tiempo para apropiarse de un árbol gigantesco del que penden 4 comederos con poleas. Para mí, esa es la mejor parte del día, es cuando todo cobra sentido, es ver con los propios ojos que todo este trabajo hecho por tantos voluntarios y expertos de todo el mundo a lo largo de 30 años, ha valido la pena.




Verlas volar libres y felices, verlas juguetear y acicalarse, verlas pelear como niños por una almendra o un pedazo de mango, es el instante más feliz de la existencia. Es el momento que nunca olvidaré. Esa es la recompensa por estar aquí, la recompensa por todo ese trabajo, por todas las incomodidades que estoy pasando, por las carencias que estoy afrontando. Si me preguntan si vale la pena diría que sí, es un precio alto, muy alto, pero estoy dispuesta a pagarlo. Acepto que ha sido duro, pero me alegro de haber venido, pues al final, como en todas las cosas de la vida, termina uno aprendiendo que lo más satisfactorio es lo que te ha costado esfuerzo.


Cuando termina el tour, quedamos libres, pero ya van siendo las 5 p.m. La única distracción es ir a la playa y hay que caminar como 2 km. En un día normal, luego de la tranquilidad y el reposo de una oficina no suena muy lejos, pero después del trajín de acá es lejísimos, tan cansados quedamos. Pero aún así saco fuerzas y energía de donde no tengo y llego a la playa, me acoge el mar y vaya día el que tuve, no entiendo cómo hice tantas cosas, pero las hice y me siento satisfecha. Veo el último rezago de guacamayas volando a lo lejos buscando sitio para dormir y sonrío. Oscurece y el cielo se llena de estrellas porque estamos en una reserva y no hay ni una fuente de luz a la redonda. Tomo aire porque hay que caminar de vuelta en medio de la noche más oscura que jamás haya enfrentado, tanto que no me veo ni mis propias manos y sin linterna sería imposible regresar. Toda suerte de sonidos extraños me acompañan en mi regreso, podrían ser los micos acomodándose en el árbol de mangos, o las zarigueyas o los mapaches, o los sapos gigantes, o los coatis, o búhos en busca de su presa, podrían ser tantas cosas, incluso culebras, por eso ando alerta sin desviarme del camino.


Llego directo a dormir, porque no hay televisión, ni radio, ni internet, ni celular, ni computador. Sólo mi kindle y yo nos entendemos, pero casi siempre me le quedo dormida, eso sí, no sin antes revisar que no haya escorpiones, ni culebras, ni arañas, no sin antes sacar  los sapos, espantar las lagartijas, las mariposas  nocturnas y los millones de insectos desconocidos e intimidantes. Duermo y siempre sueño con las guacamayas. Escucho sus alaridos y no se si estoy soñando o estoy despierta, tal vez, simplemente,  estoy viviendo un buen sueño.

La llegada a Costa Rica: entre sueño y pesadilla

Estoy acostada en mi camarote, mirando para el techo, viendo el festín de las largatijas cazando insectos. Espero dormir sola esta noche, ayer lo hice con un escorpión y antier con un sapo, fue por pura resignación, no fui capaz de sacarlo de mi cuarto, tan grande e intimidante era. Y tan cansada estaba. Me había levantado a las 2 am para llegar a Costa Rica y luego tomé un bus que parecía que me estaba llevando al infierno, se tardó sus 6 horas, que, sin aire acondicionado, parecieron como 30. Cuando uno pensaba que no parecía caber una persona más, el conductor se las arreglaba para acomodarla. Y, a más gente, menos aire, dice la ecuación, así que en un momento dado no se podía ni respirar. Se le abona al conductor que nunca se le ocurrió la brillante idea de poner música, o sea que, viéndolo en perspectiva, pudo ser peor. Pensándolo bien, hasta debí darle las gracias, “gracias, señor conductor”, en Colombia, la vuelta hubiera sido a punta de vallenato puro y duro. Me bajé en la última estación y me senté a esperar, lo único que sabía es que un tal Rafael me recogería para llevarme al Proyecto Ara, lugar de mi voluntariado. Nada más.

Empezaba a oscurecer cuando apareció. Rafael, resultó ser un boliviano, biólogo, especialista en Guacamayas, empeñado en salvar a una especie que está en grave peligro de extinción, la guacamaya barbiazul, con solo 150 individuos en libertad y 5 en cautiverio que él y su equipo están tratando, desesperadamente, de  reproducir en algún lugar del amazonas boliviano.

No bien nos conocimos y empezamos a hablar de loras para volvernos los mejores amigos. Pero aún faltaba otro trayecto para llegar. Avanzamos en  una camioneta blanca, desvencijada, empolvada y chocada por donde se le mire. En un momento dado, a la carretera se le atravesó un río, o mejor, al río le atravesaron una carretera y yo solo sentía el agua que salpicaba cuando Rafael aceleró.

-       - Agradezca que no ha llovido por estos días, porque le hubiera tocado bajarse a empujar, dijo.

De verdad, lo agradecí infinitamente, porque estaba muy cansada y tenía mucho calor y mucho sueño y muchas ganas de estar en posición horizontal

Cuando llegamos ya estaba oscuro y me lancé en picada a la cama. Ahí pasó lo del sapo y ya deben entender porque no hice ningún esfuerzo por espantarlo.

La levantada al día siguiente era a las 6 a.m. En realidad, todos los días es a esa hora, porque a las guacamayas les gusta desayunar temprano y muy equilibrado, lo cual toma su buen tiempo. Los que me conocen saben el esfuerzo que madrugar implica para mí, pero, increíblemente me desperté de manera espontánea. A lo  lejos sentía los alaridos de las guacamayas y no podía esperar para verlas. La ansiedad me estaba matando. Pronto llegó Rafael y comenzó a distribuirnos las funciones a un francés llamado David, quien también está de voluntario, y a mi. Luego se nos uniría Fabio, un lugareño que trabaja a tiempo completo con el Proyecto Ara y que se las arregla para entenderse con los voluntarios a pesar de que él no habla ni una palabra de inglés y casi ningún voluntario ni una palabra de español. Extrañamente, Fabio y David son muy buenos amigos, hasta salen en la moto de Fabio por las tardes juntos a jugar fútbol y tomar cerveza y francamente no sé cómo se entienden porque David sólo habla 4 palabras en español: si, no, po qué, po favó. 



Por fin bajamos a los aviarios que, distribuidos en 4 zonas, albergan 114 guacamayas, eso, en términos prácticos, significa un enorme y laborioso trabajo por hacer. Pero para eso vinimos. Los comederos son tan limpios que bien uno podría comer allí con ellas. Las paredes y pisos relucen porque constantemente hay alguien limpiando. El botiquín de ellas es mas completo que el nuestro. Su despensa y su nevera viven llenas de comida. A nosotros se nos acaba algo tan básico como la leche, el pan o los huevos, pero a ellas nunca les puede faltar nada, eso es impensable. Cada comida se equilibra perfectamente con granos, semillas, frutas y verduras, además de las vitaminas que hay que agregar los primeros 5 días del mes. Todo se lava, se vuelve a lavar y, como si eso fuera poco, se desinfecta con hipoclorito.  Ya hubiera querido yo vivir en una casa tan limpia. 



Desafortunadamente, la casa de los voluntarios es compartida, eso quiere decir que es de todos y de nadie al mismo tiempo, razón por la cual, pocos se preocupan por organizar y limpiar. Cada voluntario que se marcha deja tras de si una huella de frascos, medias nonas, un jabón a medio usar, unos zapatos rotos, unas botas que de poco les servirían en la ciudad, entre muchas, muchas otras cosas. Y así todo se va acumulando en un caótico desorden que incluso a una persona desordenada como yo, comienza a estorbarle. Aunque a ratos pareciera que soy la única a la que le perturban esas cosas, que para los voluntarios más veteranos se van volviendo invisibles. Los primeros dos días me la pasé limpiando la casa. Botando cosas, lavando la cocina y sacando de las neveras restos de quién sabe cuánto tiempo atrás. Todavía recuerdo con terror las cosas que encontré. 

Esos primeros días también fueron de resignación frente al francés, pues rápidamente me di cuenta que era un caso perdido. David es un adolecente típico que no sabe hacer absolutamente nada. Cuando llegué ya llevaba su buen mes aquí, apunta de cereal con leche y salchichas, tal es su incapacidad con las lides culinarias. Sólo verlo me recuerda esa famosa frase tantas veces pronunciada por mi hermano  mayor quien asegura que “la adolescencia solo tiene una cosa buena y es que se acaba” Pues bien, a sus 19 años a él claramente no se le ha acabado. Su cuarto es un nido maloliente con ropa amontonada y sucia quien sabe desde cuándo, pues nunca lo he visto lavarla. Sólo lo he visto bañarse una sola vez y nunca lo he visto lavarse los dientes. En estos momentos es cuando pienso en la maravilla de no tener hijos para no tener que enfrentar esa inevitable, engorrosa y vergonzosa fase de la vida. Yo sinceramente con mis hermanos trillizos creí que lo había visto todo en materia de desorden, pero ahora comprendo que ellos eran solo la punta de iceberg.



Pero dejemos a un lado la casa y volvamos mejor a los aviarios, poblados con seres maravillosamente escandalosos. Con personalidades más definidas que la del mismo adolecente anteriormente mencionado y hábitos de higiene ciertamente  más rigurosos. Por lo menos,  he visto a las guacamayas tomar baños bajo la lluvia o al son de la manguera y luego, acicalarse pluma por pluma sin afán de ningún tipo. Cada alarido podrá ser discordante  para muchos, pero para mí es música y el aroma de sus plumas me trae lindos recuerdos, de mi época de mayor fanatismo loruno, cuando en tenía en Copacabana un patio llamado “el patio de las loras”, en donde convivían Rosita, Rebeca, Elvira, Frodo, Frika, Calista y Merlín.

Mi hermano mayor estudiaba medicina en ese entonces, así que vivía trasnochado y solía quejarse de la bulla que emanaba el famoso patio y siempre me decía en tono de reproche: ¿acaso no se le ocurre tener otra mascota mas discreta? Pues a él quiero decirle que si recuerda esa bulla la multiplique por 20. Mi mamá, por su parte se quejaba del enorme trabajo que implicaba asear el ya famoso patio, pues a ella quiero decirle que esa jornada la multiplique igualmente por 20 y eso es lo que hay que limpiar aquí todos los días. Incluso más, porque la gran guacamaya verde está muy amenazada y aquí se puede enfermar cualquiera, menos ellas. Así que nada puede estar contaminado, la comida tiene que estar en perfectas condiciones, los comederos impecables, el agua limpia y fresca, el piso reluciente, las perchas sin nada que pueda lastimarlas  y así por el estilo, en fin tantas cosas que merecen una entrada aparte.