Estoy acostada en mi camarote, mirando para el techo, viendo
el festín de las largatijas cazando insectos. Espero dormir sola esta noche,
ayer lo hice con un escorpión y antier con un sapo, fue por pura resignación,
no fui capaz de sacarlo de mi cuarto, tan grande e intimidante era. Y tan
cansada estaba. Me había levantado a las 2 am para llegar a Costa Rica y luego
tomé un bus que parecía que me estaba llevando al infierno, se tardó sus 6
horas, que, sin aire acondicionado, parecieron como 30. Cuando uno pensaba que
no parecía caber una persona más, el conductor se las arreglaba para
acomodarla. Y, a más gente, menos aire, dice la ecuación, así que en un momento
dado no se podía ni respirar. Se le abona al conductor que nunca se le ocurrió
la brillante idea de poner música, o sea que, viéndolo en perspectiva, pudo ser
peor. Pensándolo bien, hasta debí darle las gracias, “gracias, señor conductor”,
en Colombia, la vuelta hubiera sido a punta de vallenato puro y duro. Me bajé
en la última estación y me senté a esperar, lo único que sabía es que un tal
Rafael me recogería para llevarme al Proyecto Ara, lugar de mi voluntariado.
Nada más.
Empezaba a oscurecer cuando apareció. Rafael, resultó ser un
boliviano, biólogo, especialista en Guacamayas, empeñado en salvar a una
especie que está en grave peligro de extinción, la guacamaya barbiazul, con
solo 150 individuos en libertad y 5 en cautiverio que él y su equipo están
tratando, desesperadamente, de
reproducir en algún lugar del amazonas boliviano.
No bien nos conocimos y empezamos a hablar de loras para
volvernos los mejores amigos. Pero aún faltaba otro trayecto
para llegar. Avanzamos en una camioneta
blanca, desvencijada, empolvada y chocada por donde se le mire. En un momento dado, a la
carretera se le atravesó un río, o mejor, al río le atravesaron una carretera y
yo solo sentía el agua que salpicaba cuando Rafael aceleró.
- - Agradezca que no ha llovido por estos días,
porque le hubiera tocado bajarse a empujar, dijo.
De verdad, lo agradecí infinitamente, porque estaba muy
cansada y tenía mucho calor y mucho sueño y muchas ganas de estar en posición
horizontal
Cuando llegamos ya estaba oscuro y me lancé en picada a la
cama. Ahí pasó lo del sapo y ya deben entender porque no hice ningún esfuerzo
por espantarlo.
La levantada al día siguiente era a las 6 a.m. En realidad,
todos los días es a esa hora, porque a las guacamayas les gusta desayunar
temprano y muy equilibrado, lo cual toma su buen tiempo. Los que me conocen
saben el esfuerzo que madrugar implica para mí, pero, increíblemente me
desperté de manera espontánea. A lo
lejos sentía los alaridos de las guacamayas y no podía esperar para
verlas. La ansiedad me estaba matando. Pronto llegó Rafael y comenzó a
distribuirnos las funciones a un francés llamado David, quien también está de
voluntario, y a mi. Luego se nos uniría Fabio, un lugareño que trabaja a tiempo
completo con el Proyecto Ara y que se las arregla para entenderse con los
voluntarios a pesar de que él no habla ni una palabra de inglés y casi ningún
voluntario ni una palabra de español. Extrañamente, Fabio y David son muy buenos amigos, hasta salen en la moto de Fabio por las tardes juntos a jugar fútbol y tomar cerveza y francamente no sé cómo se entienden porque David sólo habla 4 palabras en español: si, no, po qué, po favó.
Por fin bajamos a los aviarios que, distribuidos en 4 zonas,
albergan 114 guacamayas, eso, en términos prácticos, significa un enorme y
laborioso trabajo por hacer. Pero para eso vinimos. Los comederos son tan
limpios que bien uno podría comer allí con ellas. Las paredes y pisos relucen
porque constantemente hay alguien limpiando. El botiquín de ellas es mas
completo que el nuestro. Su despensa y su nevera viven llenas de comida. A
nosotros se nos acaba algo tan básico como la leche, el pan o los huevos, pero
a ellas nunca les puede faltar nada, eso es impensable. Cada comida se
equilibra perfectamente con granos, semillas, frutas y verduras, además de las
vitaminas que hay que agregar los primeros 5 días del mes. Todo se lava, se
vuelve a lavar y, como si eso fuera poco, se desinfecta con hipoclorito. Ya hubiera querido yo vivir en una casa tan
limpia.
Desafortunadamente, la casa de los voluntarios es compartida, eso
quiere decir que es de todos y de nadie al mismo tiempo, razón por la cual,
pocos se preocupan por organizar y limpiar. Cada voluntario que se marcha deja
tras de si una huella de frascos, medias nonas, un jabón a medio usar, unos
zapatos rotos, unas botas que de poco les servirían en la ciudad, entre muchas, muchas otras cosas. Y así todo se va acumulando en un caótico desorden que incluso a
una persona desordenada como yo, comienza a estorbarle. Aunque a ratos
pareciera que soy la única a la que le perturban esas cosas, que para los
voluntarios más veteranos se van volviendo invisibles. Los primeros dos días me
la pasé limpiando la casa. Botando cosas, lavando la cocina y sacando de las
neveras restos de quién sabe cuánto tiempo atrás. Todavía recuerdo con terror
las cosas que encontré.
Esos primeros días también fueron de resignación frente
al francés, pues rápidamente me di cuenta que era un caso perdido. David es un
adolecente típico que no sabe hacer absolutamente nada. Cuando llegué ya
llevaba su buen mes aquí, apunta de cereal con leche y salchichas, tal es su
incapacidad con las lides culinarias. Sólo verlo me recuerda esa famosa frase
tantas veces pronunciada por mi hermano mayor quien asegura que “la adolescencia solo
tiene una cosa buena y es que se acaba” Pues bien, a sus 19 años a él
claramente no se le ha acabado. Su cuarto es un nido maloliente con ropa
amontonada y sucia quien sabe desde cuándo, pues nunca lo he visto lavarla.
Sólo lo he visto bañarse una sola vez y nunca lo he visto lavarse los dientes.
En estos momentos es cuando pienso en la maravilla de no tener hijos para no
tener que enfrentar esa inevitable, engorrosa y vergonzosa fase de la vida. Yo
sinceramente con mis hermanos trillizos creí que lo había visto todo en materia de desorden, pero
ahora comprendo que ellos eran solo la punta de iceberg.
Pero dejemos a un lado la casa y volvamos mejor a los
aviarios, poblados con seres maravillosamente escandalosos. Con personalidades
más definidas que la del mismo adolecente anteriormente mencionado y hábitos de
higiene ciertamente más rigurosos. Por
lo menos, he visto a las guacamayas
tomar baños bajo la lluvia o al son de la manguera y luego, acicalarse pluma
por pluma sin afán de ningún tipo. Cada alarido podrá ser discordante para muchos, pero para mí es música y el aroma
de sus plumas me trae lindos recuerdos, de mi época de mayor fanatismo loruno,
cuando en tenía en Copacabana un patio llamado “el patio de las loras”, en
donde convivían Rosita, Rebeca, Elvira, Frodo, Frika, Calista y Merlín.
Mi hermano mayor estudiaba medicina en ese entonces, así que
vivía trasnochado y solía quejarse de la bulla que emanaba el famoso patio y
siempre me decía en tono de reproche: ¿acaso no se le ocurre tener otra mascota
mas discreta? Pues a él quiero decirle que si recuerda esa bulla la multiplique
por 20. Mi mamá, por su parte se quejaba del enorme trabajo que implicaba asear
el ya famoso patio, pues a ella quiero decirle que esa jornada la multiplique
igualmente por 20 y eso es lo que hay que limpiar aquí todos los días. Incluso
más, porque la gran guacamaya verde está muy amenazada y aquí se puede enfermar
cualquiera, menos ellas. Así que nada puede estar contaminado, la comida tiene
que estar en perfectas condiciones, los comederos impecables, el agua limpia y
fresca, el piso reluciente, las perchas sin nada que pueda lastimarlas y así por el estilo, en fin tantas cosas que
merecen una entrada aparte.
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