sábado, 15 de agosto de 2015

La llegada a Costa Rica: entre sueño y pesadilla

Estoy acostada en mi camarote, mirando para el techo, viendo el festín de las largatijas cazando insectos. Espero dormir sola esta noche, ayer lo hice con un escorpión y antier con un sapo, fue por pura resignación, no fui capaz de sacarlo de mi cuarto, tan grande e intimidante era. Y tan cansada estaba. Me había levantado a las 2 am para llegar a Costa Rica y luego tomé un bus que parecía que me estaba llevando al infierno, se tardó sus 6 horas, que, sin aire acondicionado, parecieron como 30. Cuando uno pensaba que no parecía caber una persona más, el conductor se las arreglaba para acomodarla. Y, a más gente, menos aire, dice la ecuación, así que en un momento dado no se podía ni respirar. Se le abona al conductor que nunca se le ocurrió la brillante idea de poner música, o sea que, viéndolo en perspectiva, pudo ser peor. Pensándolo bien, hasta debí darle las gracias, “gracias, señor conductor”, en Colombia, la vuelta hubiera sido a punta de vallenato puro y duro. Me bajé en la última estación y me senté a esperar, lo único que sabía es que un tal Rafael me recogería para llevarme al Proyecto Ara, lugar de mi voluntariado. Nada más.

Empezaba a oscurecer cuando apareció. Rafael, resultó ser un boliviano, biólogo, especialista en Guacamayas, empeñado en salvar a una especie que está en grave peligro de extinción, la guacamaya barbiazul, con solo 150 individuos en libertad y 5 en cautiverio que él y su equipo están tratando, desesperadamente, de  reproducir en algún lugar del amazonas boliviano.

No bien nos conocimos y empezamos a hablar de loras para volvernos los mejores amigos. Pero aún faltaba otro trayecto para llegar. Avanzamos en  una camioneta blanca, desvencijada, empolvada y chocada por donde se le mire. En un momento dado, a la carretera se le atravesó un río, o mejor, al río le atravesaron una carretera y yo solo sentía el agua que salpicaba cuando Rafael aceleró.

-       - Agradezca que no ha llovido por estos días, porque le hubiera tocado bajarse a empujar, dijo.

De verdad, lo agradecí infinitamente, porque estaba muy cansada y tenía mucho calor y mucho sueño y muchas ganas de estar en posición horizontal

Cuando llegamos ya estaba oscuro y me lancé en picada a la cama. Ahí pasó lo del sapo y ya deben entender porque no hice ningún esfuerzo por espantarlo.

La levantada al día siguiente era a las 6 a.m. En realidad, todos los días es a esa hora, porque a las guacamayas les gusta desayunar temprano y muy equilibrado, lo cual toma su buen tiempo. Los que me conocen saben el esfuerzo que madrugar implica para mí, pero, increíblemente me desperté de manera espontánea. A lo  lejos sentía los alaridos de las guacamayas y no podía esperar para verlas. La ansiedad me estaba matando. Pronto llegó Rafael y comenzó a distribuirnos las funciones a un francés llamado David, quien también está de voluntario, y a mi. Luego se nos uniría Fabio, un lugareño que trabaja a tiempo completo con el Proyecto Ara y que se las arregla para entenderse con los voluntarios a pesar de que él no habla ni una palabra de inglés y casi ningún voluntario ni una palabra de español. Extrañamente, Fabio y David son muy buenos amigos, hasta salen en la moto de Fabio por las tardes juntos a jugar fútbol y tomar cerveza y francamente no sé cómo se entienden porque David sólo habla 4 palabras en español: si, no, po qué, po favó. 



Por fin bajamos a los aviarios que, distribuidos en 4 zonas, albergan 114 guacamayas, eso, en términos prácticos, significa un enorme y laborioso trabajo por hacer. Pero para eso vinimos. Los comederos son tan limpios que bien uno podría comer allí con ellas. Las paredes y pisos relucen porque constantemente hay alguien limpiando. El botiquín de ellas es mas completo que el nuestro. Su despensa y su nevera viven llenas de comida. A nosotros se nos acaba algo tan básico como la leche, el pan o los huevos, pero a ellas nunca les puede faltar nada, eso es impensable. Cada comida se equilibra perfectamente con granos, semillas, frutas y verduras, además de las vitaminas que hay que agregar los primeros 5 días del mes. Todo se lava, se vuelve a lavar y, como si eso fuera poco, se desinfecta con hipoclorito.  Ya hubiera querido yo vivir en una casa tan limpia. 



Desafortunadamente, la casa de los voluntarios es compartida, eso quiere decir que es de todos y de nadie al mismo tiempo, razón por la cual, pocos se preocupan por organizar y limpiar. Cada voluntario que se marcha deja tras de si una huella de frascos, medias nonas, un jabón a medio usar, unos zapatos rotos, unas botas que de poco les servirían en la ciudad, entre muchas, muchas otras cosas. Y así todo se va acumulando en un caótico desorden que incluso a una persona desordenada como yo, comienza a estorbarle. Aunque a ratos pareciera que soy la única a la que le perturban esas cosas, que para los voluntarios más veteranos se van volviendo invisibles. Los primeros dos días me la pasé limpiando la casa. Botando cosas, lavando la cocina y sacando de las neveras restos de quién sabe cuánto tiempo atrás. Todavía recuerdo con terror las cosas que encontré. 

Esos primeros días también fueron de resignación frente al francés, pues rápidamente me di cuenta que era un caso perdido. David es un adolecente típico que no sabe hacer absolutamente nada. Cuando llegué ya llevaba su buen mes aquí, apunta de cereal con leche y salchichas, tal es su incapacidad con las lides culinarias. Sólo verlo me recuerda esa famosa frase tantas veces pronunciada por mi hermano  mayor quien asegura que “la adolescencia solo tiene una cosa buena y es que se acaba” Pues bien, a sus 19 años a él claramente no se le ha acabado. Su cuarto es un nido maloliente con ropa amontonada y sucia quien sabe desde cuándo, pues nunca lo he visto lavarla. Sólo lo he visto bañarse una sola vez y nunca lo he visto lavarse los dientes. En estos momentos es cuando pienso en la maravilla de no tener hijos para no tener que enfrentar esa inevitable, engorrosa y vergonzosa fase de la vida. Yo sinceramente con mis hermanos trillizos creí que lo había visto todo en materia de desorden, pero ahora comprendo que ellos eran solo la punta de iceberg.



Pero dejemos a un lado la casa y volvamos mejor a los aviarios, poblados con seres maravillosamente escandalosos. Con personalidades más definidas que la del mismo adolecente anteriormente mencionado y hábitos de higiene ciertamente  más rigurosos. Por lo menos,  he visto a las guacamayas tomar baños bajo la lluvia o al son de la manguera y luego, acicalarse pluma por pluma sin afán de ningún tipo. Cada alarido podrá ser discordante  para muchos, pero para mí es música y el aroma de sus plumas me trae lindos recuerdos, de mi época de mayor fanatismo loruno, cuando en tenía en Copacabana un patio llamado “el patio de las loras”, en donde convivían Rosita, Rebeca, Elvira, Frodo, Frika, Calista y Merlín.

Mi hermano mayor estudiaba medicina en ese entonces, así que vivía trasnochado y solía quejarse de la bulla que emanaba el famoso patio y siempre me decía en tono de reproche: ¿acaso no se le ocurre tener otra mascota mas discreta? Pues a él quiero decirle que si recuerda esa bulla la multiplique por 20. Mi mamá, por su parte se quejaba del enorme trabajo que implicaba asear el ya famoso patio, pues a ella quiero decirle que esa jornada la multiplique igualmente por 20 y eso es lo que hay que limpiar aquí todos los días. Incluso más, porque la gran guacamaya verde está muy amenazada y aquí se puede enfermar cualquiera, menos ellas. Así que nada puede estar contaminado, la comida tiene que estar en perfectas condiciones, los comederos impecables, el agua limpia y fresca, el piso reluciente, las perchas sin nada que pueda lastimarlas  y así por el estilo, en fin tantas cosas que merecen una entrada aparte.

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