lunes, 24 de agosto de 2015

A la vuelta de la esquina

Perdonarán, mis queridos lectores, si estas últimas entradas han estado más llenas de reflexiones que de aventuras, pero ¿valdría la pena un viaje que no sacudiera nuestra mente? ¿Valdría la pena tomarse el trabajo de elegir un destino, tomar un avión, cambiar la rutina y los horarios, acoplarse a otras costumbres, defenderse, tal vez, en otros idiomas, para volver siendo exactamente el mismo?  Especialmente en los viajes largos, puede uno darse el lujo de explorar los vericuetos de la mente y divagar sin rumbo hasta perderse en ellos. 

De alguna manera siento como si hubiera formateado mi disco duro. Acá mis días son tan distintos y tengo tan poco contacto con esa vida que dejé suspendida en Medellín que, por momentos, al recordarla, se me antoja ajena, lejana. En ocasiones me veo a mi misma a las 6 de la mañana, ya con las botas pantaneras puestas, en una cocina desconocida, haciendo una olla gigante de fríjoles y garbanzos para más de 100 guacamayas que gritan a lo lejos, explicándole al francés por señas cómo partir la fruta, haciendo la lista del mercado en anglo-portuñol con el brasilero y pensando para mi misma: "que extraña y diferente vida la que llevo por estos días".

Luego me veo en la tarde paseando los perros de Sam, el director general del proyecto, yo que soy poco amiga de los perros porque cargo un trauma desde los 9 años cuando el propio perro de la casa me mordió salvajemente. Y acá estoy, porque el inglés debía viajar y le pareció que yo era la voluntaria más confiable para encargarle a su “familia”, así los llama él, tanto los quiere. Valga decir que el encargo resultó un poco más complejo de lo que esperaba porque  los perros recibieron su entrenamiento en inglés británico y claramente no reconocen mi acento y, por lo tanto, no me obedecen, así que digamos que son ellos los que me sacan a pasear a mí y no yo a ellos, pues al final termino yendo siempre a donde ellos quieren.

Ni mis pensamientos más locos, habrían podido maquinar semejantes escenas jamás. Pero me gusta estarlas protagonizando, tal vez porque disfruto las experiencias cuando me ofrecen todas sus aristas, las buenas, las regulares y las malas. Porque disfruto más de los buenos momentos que la vida me regala, si llegar a ellos me ha costado algo de esfuerzo. No siempre entendemos eso en una primera instancia, la tendencia es quejarse, maldecir, arrepentirse, añorar, abandonar. Pero sólo si logramos sobreponernos, si no nos dejamos derrumbar, si vencemos nuestra mente y sus temores, entenderemos el aprendizaje que la vida nos tenía guardado y atesoraremos esas vivencias porque son nuestras y nadie podrá jamás arrebatárnoslas, porque para conquistarlas tuvimos que ser fuertes.  Ya llegará el tiempo de mirar hacia atrás y sonreír, porque nuestra mente es maravillosa para olvidar lo malo y multiplicar lo bueno, especialmente cuando ya ha tomado debida distancia de los sucesos. Yo siempre cuando una situación me sobrepasa suelo decir: “algún día, al recordar esto me voy a reír”

Una de las aristas más tristes y conmovedoras de esta experiencia ha sido el contacto con la muerte. Verle la cara de cerca me ha hecho reflexionar. Comenzamos a morir desde el mismo instante en que nacemos. Entiendo la muerte como parte de la vida, como el cierre de un ciclo, como el último viaje que todos, irremediablemente, emprenderemos.  Ya decía Borges, “qué es la muerte sino una vida vivida, qué es la vida sino una muerte que viene” Lo que me cuesta aceptar es que la naturaleza puede llegar a ser muy injusta y lo que, definitivamente, nunca voy a entender es el salvajismo en contra de los animales, ejercido de manera despiadada y consciente por la raza humana, que se dice tan civilizada.

Se me atraviesa este tema porque en un corto lapso de tiempo ocurrieron varias cosas:

 Estaba ya de noche cuando un lugareño llegó  en su moto hasta nuestra casa. Parecía muy turbado y tenía entre sus manos una toalla que desenvolvió lentamente dejando ver una guacamaya moribunda. Al parecer iba volando y había chocado contra algo, cayó al piso atontada por el golpe y la atacó un perro. René la examinó y la encontró muy mal. Yo me quedé con ella mientras él salió corriendo a buscar a  Sam. Pude sentir como su vida se apagó lentamente en mis propias manos. Cuando ellos llegaron me encontraron llorando aferrada a la guacamaya. Traté de ser profesional y contener mis sentimientos pero no pude.  Lloré por ella y por el sentimiento de impotencia que me embargó. Lloré por que todos acá trabajamos muy duro para que ellas vivan y podamos verlas libres y felices, pero la naturaleza, a veces, tiene otros planes, así nos cueste entenderlos.

Un par de días después, íbamos por el sendero que conduce a la playa y encontramos un mono aullador en medio del camino, había perdido su cola y sus manos, para mi tranquilidad mental, quiero pensar que se colgó de un cable de energía y no que alguien le cortó despiadadamente sus extremidades. Al parecer, llevaba varios días padeciendo pues ya las heridas estaban descompuestas y los gallinazos las picoteaban sin pudor, mientras él, en un último ataque de dignidad, trataba de espantarlos con el muñón. Todavía recuerdo sus ojos dulces mirándonos con un asomo de esperanza en que lo ayudaríamos. Tenía lágrimas en los ojos y, por ratos, se le escapaba un gemido contenido. ¿Pero qué sería de un mico en plena selva sin su cola y sin sus manos? Fue muy claro que había que sacrificarlo. Sólo pido que haya entendido que fue por su bien.

Días después notamos que una guacamaya llevaba varios días sin comer. Estaba débil y muy flaca. La apartamos, le aseguramos un espacio tranquilo, le preparábamos suculentas comidas, le aplicábamos medicinas, la vigilábamos, pero ni comía, ni mejoraba. Al final no lo logró. Todas las loras son muy resistentes, tanto que pueden vivir fácilmente entre 60 y 80 años, sino es más. Normalmente, cuando muestran síntomas es porque la enfermedad está muy avanzada, pues ellas siempre ocultan sus dolencias para que el grupo no las rechace. Ese fue el caso de esta.

Justo cuando en mi día de descanso estaba pensando que había visto muchas muertes en muy poquito tiempo se ahogó una persona en el mar. Desafortunadamente me tocó presenciar todo el drama; los gritos pidiendo ayuda, el rescate, los intentos de reanimación y la desesperación de su familia por traerlo de vuelta, pero ya la muerte lo había reclamado y nadie pudo hacer nada.  Se murió tan fácil que me quedé pensando en lo frágil que es la vida, a veces, sólo basta un segundo para perderla. Qué se iba a imaginar ese hombre, esa mañana cuando se levantó, que ese sería su último día. Y, sin embargo, lo fue. Pienso en su familia y sé, por experiencia propia, que lo peor, para ellos, apenas está por empezar. 


Finalmente, pienso en mi amiga, muriéndose de a poquitos cada día. Recuerdo que, en parte, por ella estoy aquí  y por eso me entrego con amor al trabajo, sin importar si es duro, si tengo pereza o ampollas en las manos. La pienso cada que veo volar las guacamayas y sé que debe estar a punto de emprender su propio vuelo, uno más lejano y mas definitivo. Uno más hermoso. Quisiera decirle que casi todas las noches sueño con ella y que la más grande enseñanza que me deja todo esto es que la vida hay que bebérsela con sed, saborearla con ganas, porque la muerte puede estar a la vuelta de la esquina.


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