Cuando entregaron el amor a la rutina, las loras estaban en primera fila y se lo
llevaron todo. Los aviarios son gigantes, pero ellas tienen sus esquinas
preferidas, mientras que otras áreas raramente las sobrevuelan. Algunas tienen
su comedero favorito y prefieren aguantar hambre antes que elegir otro de los
muchos que hay instalados.
Uno no elije a su guacamaya favorita, son ellas las que lo
elijen a uno, siguiendo quién sabe qué parámetros dentro de su caprichoso
cerebro. A mí me eligió Rubí, una guacamaya de las rojas, la identifico porque
tiene la cara pequeña y los ojos muy salidos, lo que hace ver particularmente
chistosa. Desde que entro a su aviario sale detrás de mí, siguiendo cada
movimiento, a la espera, tal vez, de recibir alguna recompensa. Yo ya sé que
ama los corozos, así que siempre me aseguro de tener el bolsillo lleno de
ellos.
El desayuno lo esperan a las 7:30 a.m. así que la algarabía
se escucha en su máxima expresión a las 7:25 a.m. Hay que amar mucho a estos animales para
levantarse a las 6:00 a.m. a picar 5 kg de fruta, 5 kg de verdura y hacer 5 kg
de frijoles, garbanzos, lentejas y arroz todos los días. Mucho amor para salir
a agarrar los mangos que los micos aulladores han tirado al suelo, mucho amor
para adentrarse en bosque espeso abriéndose paso a punta de machete para coger
pesados racimos de corozos. Mucho amor para recolectar almendras de playa en
cantidades abismales, pues es un elemento básico de su alimentación.
Pero amor es lo que me sobra, así que me levanto como un
resorte apenas aclara el día, preparo toda la fruta, la verdura y los granos.
Los peso cuidadosamente en la gramera, yo que nunca uso gramera y todo es al
cálculo, juro que acá la uso juiciosa, pues cualquier cosa, menos
desequilibrarles la dieta. Me sobra amor para lavarles los comederos, yo que
odio lavar platos, el jabón me reseca las manos y el frotar de la esponjilla me
pone la piel de gallina. Me sobra amor porque cuando ellas me ven llegar con
los pesados recipientes llenos de comida y comienza la algarabía y el jolgorio,
yo soy el ser más feliz de este mundo con solo escucharlas. Me sobra amor
porque entrar en el aviario y sentirlas sobrevolar a mi alrededor, es la
recompensa más grande. Hasta se me olvida que para ese momento ya he madrugado,
lavado, pelado y picado la fruta y verdura, ya he cocinado los granos, ya he
lavado los comederos y los bebederos, ya he cambiado el agua y eso que apenas
son las 7:30 a.m. y faltan otras 3 zonas por atender. Sólo en ese momento
agradezco que el voluntario francés exista para que me ayude.
Luego desayunamos nosotros. Siempre primero ellas y luego
nosotros, pase lo que pase. Yo hago el desayuno y David organiza la cocina, en
teoría. No he podido que entienda que organizar la cocina no es solo lavar los
platos sino también barrer, limpiar los mesones y luego lavar el trapo con el
que los limpió ¿tan difícil es? Para su limitado pensamiento parece que mucho,
porque el hediondo trapo nunca lo lava y yo ya me cansé de explicarle en
inglés, en español y en señas que si no lava el trapo no tiene sentido porque
luego lo usa para “limpiar” otra cosa y lo que hace es ensuciarla más. Más que
cansarme, me resigné, así que siempre termino yo lavando el bendito trapo.
Cuando terminamos de desayunar se trabaja bien sea en
limpieza profunda de algún área, en donde se bolea cepillo, escoba y cloro de
lo lindo. En enriquecimiento ambiental, que es hacerles juguetes básicamente
para que destruyan, en cambiarles perchas o ponerles ramas para que se
entretengan masticando con su fuerte e incansable pico. Otras veces salimos a
recoger mangos y corozos, o se repara algún aviario, o se siembran árboles, o
se lavan las frutas, siempre hay algo para hacer, a veces, divertido, a veces
aburrido, pero siempre físicamente muy exigente, así que para la hora del
almuerzo ya estoy rendida, bañada en sudor, empantanada y cansada, pero alguien
tiene que hacer el almuerzo y ese alguien no va a ser David. Entre otras cosas,
porque jamás comería algo hecho por él, temo envenenarme. Pero básicamente
porque solo sabe hacer perro y no me gusta la salchicha fría ni el pan tieso.
Como estamos lejos de la civilización, la variedad de
ingredientes que se consiguen es extremadamente limitada, así que, cansada y
todo, apelo a mi creatividad culinaria y, para serles franca, yo misma me
sorprendo de mis capacidades. Con solo tomates, cebolla, pastas, harina, arroz,
huevos y garbanzos he hecho maravillas. Y todos felices. Aunque extraño
endiabladamente la cocacola y el postre y un buen café. Esta abstinencia me
está matando. Traje unas chocolatinas que ya se están acabando, cada vez me
permito un pedazo más pequeño y siempre me toca compartirlo con las hormigas.
Apenas terminamos el almuerzo, sigue la función de las
guacamayas, otra vez a picar fruta, a hervir arroz, a pesar las porciones. Otra
vez a lavar los comederos, otra vez a cambiar el agua y otra vez a llevarles la
comida, solo para disfrutar de su exquisita algarabía. Otra vez lo mismo en
zona 1, 2, 3 y 4. Cada zona con sus 10 aviarios, eso es mucho para hacer. Para
las 4 p.m. ya tienen que estar alimentadas y nosotros organizados porque a esa
hora llega el tour. Visitantes de todo el mundo con ganas de conocerlas. Se les
hace el recorrido por los aviarios y, entre tanto, las 30 guacamayas que
nacieron y criaron acá y que recién liberaron y andan libres y autónomas por la selva llegan
también justo a tiempo para apropiarse de un árbol gigantesco del que penden 4
comederos con poleas. Para mí, esa es la mejor parte del día, es cuando todo
cobra sentido, es ver con los propios ojos que todo este trabajo hecho por
tantos voluntarios y expertos de todo el mundo a lo largo de 30 años, ha valido
la pena.
Verlas volar libres y felices, verlas juguetear y
acicalarse, verlas pelear como niños por una almendra o un pedazo de mango, es
el instante más feliz de la existencia. Es el momento que nunca olvidaré. Esa
es la recompensa por estar aquí, la recompensa por todo ese trabajo, por todas
las incomodidades que estoy pasando, por las carencias que estoy afrontando. Si
me preguntan si vale la pena diría que sí, es un precio alto, muy alto, pero
estoy dispuesta a pagarlo. Acepto que ha sido duro, pero me alegro de haber
venido, pues al final, como en todas las cosas de la vida, termina uno
aprendiendo que lo más satisfactorio es lo que te ha costado esfuerzo.
Cuando termina el tour, quedamos libres, pero ya van siendo
las 5 p.m. La única distracción es ir a la playa y hay que caminar como 2 km.
En un día normal, luego de la tranquilidad y el reposo de una oficina no suena
muy lejos, pero después del trajín de acá es lejísimos, tan cansados quedamos.
Pero aún así saco fuerzas y energía de donde no tengo y llego a la playa, me
acoge el mar y vaya día el que tuve, no entiendo cómo hice tantas cosas, pero
las hice y me siento satisfecha. Veo el último rezago de guacamayas volando a
lo lejos buscando sitio para dormir y sonrío. Oscurece y el cielo se llena de
estrellas porque estamos en una reserva y no hay ni una fuente de luz a la
redonda. Tomo aire porque hay que caminar de vuelta en medio de la noche más
oscura que jamás haya enfrentado, tanto que no me veo ni mis propias manos y
sin linterna sería imposible regresar. Toda suerte de sonidos extraños me
acompañan en mi regreso, podrían ser los micos acomodándose en el árbol de mangos,
o las zarigueyas o los mapaches, o los sapos gigantes, o los coatis, o búhos en
busca de su presa, podrían ser tantas cosas, incluso culebras, por eso ando
alerta sin desviarme del camino.
Llego directo a dormir, porque no hay televisión, ni radio,
ni internet, ni celular, ni computador. Sólo mi kindle y yo nos entendemos, pero casi siempre
me le quedo dormida, eso sí, no sin antes revisar que no haya escorpiones, ni
culebras, ni arañas, no sin antes sacar
los sapos, espantar las lagartijas, las mariposas nocturnas y los millones de insectos
desconocidos e intimidantes. Duermo y siempre sueño con las guacamayas. Escucho
sus alaridos y no se si estoy soñando o estoy despierta, tal vez, simplemente, estoy viviendo un
buen sueño.
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