Perdonarán, mis queridos lectores, si estas últimas entradas
han estado más llenas de reflexiones que de aventuras, pero ¿valdría la pena un
viaje que no sacudiera nuestra mente? ¿Valdría la pena tomarse el trabajo de
elegir un destino, tomar un avión, cambiar la rutina y los horarios, acoplarse
a otras costumbres, defenderse, tal vez, en otros idiomas, para volver siendo exactamente el mismo? Especialmente en los
viajes largos, puede uno darse el lujo de explorar los vericuetos de la mente y
divagar sin rumbo hasta perderse en ellos.
De alguna manera siento como si
hubiera formateado mi disco duro. Acá mis días son tan distintos y tengo tan
poco contacto con esa vida que dejé suspendida en Medellín que, por momentos, al
recordarla, se me antoja ajena, lejana. En ocasiones me veo a mi misma a las 6
de la mañana, ya con las botas pantaneras puestas, en una cocina desconocida,
haciendo una olla gigante de fríjoles y garbanzos para más de 100 guacamayas que gritan a
lo lejos, explicándole al francés por señas cómo partir la fruta, haciendo la
lista del mercado en anglo-portuñol con el brasilero y pensando para mi misma: "que
extraña y diferente vida la que llevo por estos días".
Luego me veo en la tarde paseando los perros de Sam, el director
general del proyecto, yo que soy poco amiga de los perros porque cargo un
trauma desde los 9 años cuando el propio perro de la casa me mordió
salvajemente. Y acá estoy, porque el inglés debía viajar y le pareció que yo
era la voluntaria más confiable para encargarle a su “familia”, así los llama
él, tanto los quiere. Valga decir que el encargo resultó un poco más complejo
de lo que esperaba porque los perros recibieron
su entrenamiento en inglés británico y claramente no reconocen mi acento y, por
lo tanto, no me obedecen, así que digamos que son ellos los que me sacan a
pasear a mí y no yo a ellos, pues al final termino yendo siempre a donde ellos quieren.
Ni mis pensamientos más locos, habrían podido maquinar
semejantes escenas jamás. Pero me gusta estarlas protagonizando, tal vez porque
disfruto las experiencias cuando me ofrecen todas sus aristas, las buenas, las
regulares y las malas. Porque disfruto más de los buenos momentos que la vida
me regala, si llegar a ellos me ha costado algo de esfuerzo. No siempre
entendemos eso en una primera instancia, la tendencia es quejarse, maldecir,
arrepentirse, añorar, abandonar. Pero sólo si logramos sobreponernos, si no nos
dejamos derrumbar, si vencemos nuestra mente y sus temores, entenderemos el
aprendizaje que la vida nos tenía guardado y atesoraremos esas vivencias porque
son nuestras y nadie podrá jamás arrebatárnoslas, porque para conquistarlas
tuvimos que ser fuertes. Ya llegará el
tiempo de mirar hacia atrás y sonreír, porque nuestra mente es maravillosa para
olvidar lo malo y multiplicar lo bueno, especialmente cuando ya ha tomado debida distancia de los sucesos. Yo siempre cuando una situación me sobrepasa
suelo decir: “algún día, al recordar esto me voy a reír”
Una de las aristas más tristes y conmovedoras de esta
experiencia ha sido el contacto con la muerte. Verle la cara de cerca me ha
hecho reflexionar. Ya decía Borges, “qué es la muerte sino una
vida vivida, qué es la vida sino una muerte que viene” Lo que me cuesta aceptar
es que la naturaleza puede llegar a ser muy injusta y lo que, definitivamente, nunca voy a
entender es el salvajismo en contra de los animales, ejercido de manera
despiadada y consciente por la raza humana, que se dice tan civilizada. Entiendo la muerte como parte de la vida, como el cierre de un
ciclo, como el último viaje que todos, irremediablemente, emprenderemos.
Se me atraviesa este tema porque en un corto lapso de tiempo ocurrieron varias cosas:
Estaba ya de noche
cuando un lugareño llegó en su moto
hasta nuestra casa. Parecía muy turbado y tenía entre sus manos una toalla que
desenvolvió lentamente dejando ver una guacamaya moribunda. Al parecer iba
volando y había chocado contra algo, cayó al piso atontada por el golpe y la
atacó un perro. René la examinó y la encontró muy mal. Yo me quedé con ella
mientras él salió corriendo a buscar a
Sam. Pude sentir como su vida se apagó
lentamente en mis propias manos. Cuando ellos llegaron me encontraron llorando
aferrada a la guacamaya. Traté de ser profesional y contener mis sentimientos
pero no pude. Lloré por ella y por el
sentimiento de impotencia que me embargó. Lloré por que todos acá trabajamos muy duro para que ellas vivan y
podamos verlas libres y felices, pero la naturaleza, a veces, tiene otros
planes, así nos cueste entenderlos.
Un par de días después, íbamos por el sendero que conduce a
la playa y encontramos un mono aullador en medio del camino, había perdido su
cola y sus manos, para mi tranquilidad mental, quiero pensar que se colgó de un
cable de energía y no que alguien le cortó despiadadamente sus extremidades. Al
parecer, llevaba varios días padeciendo pues ya las heridas estaban
descompuestas y los gallinazos las picoteaban sin pudor, mientras él, en un
último ataque de dignidad, trataba de espantarlos con el muñón. Todavía
recuerdo sus ojos dulces mirándonos con un asomo de esperanza en que lo
ayudaríamos. Tenía lágrimas en los ojos y, por ratos, se le escapaba un gemido
contenido. ¿Pero qué sería de un mico en plena selva sin su cola y sin sus
manos? Fue muy claro que había que sacrificarlo. Sólo pido que haya entendido
que fue por su bien.
Días después notamos que una guacamaya llevaba varios días
sin comer. Estaba débil y muy flaca. La apartamos, le aseguramos un espacio
tranquilo, le preparábamos suculentas comidas, le aplicábamos medicinas, la vigilábamos, pero
ni comía, ni mejoraba. Al final no lo logró. Todas las loras son muy resistentes, tanto
que pueden vivir fácilmente entre 60 y 80 años, sino es más. Normalmente,
cuando muestran síntomas es porque la enfermedad está muy avanzada, pues ellas
siempre ocultan sus dolencias para que el grupo no las rechace. Ese fue el caso
de esta.
Justo cuando en mi día de descanso estaba pensando que había visto muchas muertes
en muy poquito tiempo se ahogó una persona en el mar. Desafortunadamente me
tocó presenciar todo el drama; los gritos pidiendo ayuda, el rescate, los
intentos de reanimación y la desesperación de su familia por traerlo de vuelta,
pero ya la muerte lo había reclamado y nadie pudo hacer nada. Se murió tan fácil que me quedé pensando en
lo frágil que es la vida, a veces, sólo basta un segundo para perderla. Qué se
iba a imaginar ese hombre, esa mañana cuando se levantó, que ese sería su
último día. Y, sin embargo, lo fue. Pienso en su familia y sé, por experiencia
propia, que lo peor, para ellos, apenas está por empezar.
Finalmente, pienso en mi amiga, muriéndose de a poquitos
cada día. Recuerdo que, en parte, por ella estoy aquí y por eso me entrego con amor al trabajo, sin
importar si es duro, si tengo pereza o ampollas en las manos. La pienso cada
que veo volar las guacamayas y sé que debe estar a punto de emprender su
propio vuelo, uno más lejano y mas definitivo. Uno más hermoso. Quisiera
decirle que casi todas las noches sueño con ella y que la más grande enseñanza que
me deja todo esto es que la vida hay que bebérsela con sed, saborearla con ganas, porque la muerte
puede estar a la vuelta de la esquina.