jueves, 27 de octubre de 2011

El fin de año y el fin del mundo

"El viaje no termina jamás. Solo los viajeros terminan. Y también ellos pueden subsistir en memoria, en recuerdo, en narración… El objetivo de un viaje es solo el inicio de otro viaje“
José Saramago.


                                           Lugar en el que Buda dio su primer sermón

Buda es celebremente recordado por estos lares porque fue por acá, cerca de Varanasi, en donde dio su primer sermón. Ya se había dado cuenta de  que la búsqueda espiritual a través de  la renuncia total a todo sólo lleva a la delgadez extrema y al desaseo. Su prédica, entonces, luego de alcanzar la iluminación,  defendía el equilibrio, la búsqueda del camino medio hacia el nirvana. La felicidad no está en quien lo tiene todo y tampoco en el que no tiene nada. Ni en la indulgencia de los sentidos ni en la automortificación.  Es posible ser feliz con algo tan simple como la sabiduría, la moralidad y el cultivo de la mente. A 12 kms de Varanasi está Sarnath, un lugar que hace parte del circuito budista junto con Bodhgaya, Kushinagar y Lumbini, en Nepal. Fue allí en donde Buda habló por primera vez luego de alcanzar la iluminación.
Un tuk tuk nos llevó por la carretera más mala que jamás hayamos visto. Ni se cómo sobrevivieron nuestras espaldas, ni cómo sobrevivió la suspensión del tuk tuk, pero llegamos. El sitio tiene varios templos budistas y escuelas repletas de monjes. También tiene las ruinas de varias estupas, una de ellas en la que se supone que Buda habló por primera vez.

Al regreso nos quedamos frente al río, a la espera otra vez de las ceremonias de adoración, ese día se celebraba en Diwali, que es el fin de año para los hinduistas, por lo que andaban todos limpiando sus casas y negocios, pues es de buena suerte comenzar el año con limpieza. También adornan todo con flores, hojas y  luces de colores. Esa noche, sobre el río flotaban más ofrendas que de costumbre y tiraron pólvora a más no poder. Al final de la ceremonia caminamos las calles de la ciudad vieja, aunque caminar es un decir, pues en verdad, íbamos como un par de gotas en una fuerte corriente. Aun así fue la caminata más memorable de mi vida. A cada paso, en cada pequeño negocio o cada casa, encontrábamos escenas fascinantes, pequeñas ceremonias, preparación de dulces, de ofrendas, rezos, cantos, todo meticulosamente adornado, los minúsculos templos que salpican todos los callejones estaban llenos de flores, de velas, de ofrendas, de gente entregada a la oración, de cítaras y sus insistente quejido. Mucho por ver, dos ojos no alcanzan. Mucho por digerir, por entender, pero la corriente nos arrastraba sin que nada pudiéramos hacer, finalmente desembocamos en una calle principal, en medio de un nudo de gente de vacas, de caminantes, de motos, de autorickshaw, de vendedores, de personas llevando cargas absurdas sobre sus cabezas, hasta pasaron dos muertos alzados en camillas sobre los brazos de sus cargadores. El nudo no se deshacía, estuvimos mucho tiempo quietos, sin poder movernos, en medio de la calle, sin poder salir de tal maraña y eso que íbamos a pie!!!  El año estaba por acabarse y las calles estaban más revolucionadas que de costumbre, parecía el fin del mundo. Al llegar al hotel nos tocó el típico show de los hoteles un 31 de diciembre. Fuergos artificiales, música, show de fuego, algo entretenido, por lo menos, pues debíamos hacer tiempo hasta después de la media noche para tomar nuestro tren a Delhi. Llegamos a la estación y estaba relativamente vacía, dados los estándares de las estaciones indias. Happy Diwali.

                                          Los durmientes de la estación.




En la pantalla decía que nuestro tren llegaría a la plataforma dos, pero el de la taquilla le dijo a Juanro que en la uno. Le preguntamos a otros viajeros, también estaban confundidos, le preguntamos al guardia de turno y dijo que creía que era en la uno, yo volví a donde el de la taquilla y al ver el tiquete me dijo: "ya le dije a su amigo, que en la uno". Volvimos a mirar la pantalla y seguía diciendo que en la dos. Crisis. El tren se demora muy poco tiempo sobre la plataforma, si estamos en la equivocada, no nos da tiempo de cambiarnos ni de buscar nuestro vagón en los cientos de vagones que tienen los trenes de acá. Ya se acercaba la hora y aún no sabíamos. Como nos verían de angustiados todos a los que les preguntamos, que cuando el altoparlante anunció la llegada de nuestro tren en hindi, se arrimó el guardia a decirnos que ya estaba confirmado, era en la uno. Se arrimaron los demás pasajeros a los que les habíamos preguntado, se arrimó hasta el jefe de la estación quien se tomó el trabajo de salir de su oficina a chequear que si estuviéramos en la uno. Toda la estación pendiente de nosotros, casi nos morimos de la risa. Pero lo logramos, teníamos por delante un viaje interminable de 13 horas que parecieron 13 días en el tren y otro medio día de espera en Delhi antes de partir a casa. La espera fue bastante productiva, hicimos un tour gastronómico guiado por las calles de la vieja Delhi. Prahbat fue nuestro guía por los espesos callejones y las empinadas, oscuras y escondidas escaleras que llevan al cielo gastronómico. Sitios tan viejos y tan famosos que no necesitan ni letrero a la entrada, sitios a los que sólo van nativos y nosotros, de la mano de Prahbat, quien llevaba una maleta llena de cubiertos, platos de plástico, jabón antibacterial y toallas húmedas. Le dijimos que mandara todas esas cosas al diablo, que ya estábamos más que curtidos, que no habría ni un solo sitio que nos hiciera desertar, pues él, en la introducción, muy asertivamente prepara sicológicamente a sus clientes para ir a sitios a los que más de uno saldría corriendo. Cuando notó nuestra frescura él se relajó y pasamos una tarde memorable, perfecta para ser la ùltima, fuimos a 7 lugares diferentes, en cada uno, él ordenaba lo más popular y siempre nos tenía que parar de comer diciendo, " muchachos no se llenen que aún hay mucho por comer". Vaya si tenía razón, pero como dije alguna vez en este mismo blog, lo comido nadie se lo quita a uno y esta tarde cerró con broche de oro un viaje que jamás olvidaremos. Ahora nos preparamos para un largo vuelo y la próxima entrada, las reflexiones finales y el épilogo serán escritos a nuestro regreso. Nos vemos pronto.

                                          Delhi food Adventure



martes, 25 de octubre de 2011

La ciudad de la furia

"Qué es la muerte sino una vida vivida,
 qué es la vida sino una muerte que viene"
Borges


                                          Ceremonia de Adoración al Ganges




Comienzo citando ese fragmento de Borges porque voy a hablar de la muerte. Pero hablar de la muerte en Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo, es lo mismo que hablar de la vida, bien recuerdo haberles advertido que este lugar estaba lleno de contradicciones. Todo hindú sueña con morir aquí para que sus restos reposen en el Ganges y puedan liberarse del ciclo de reencarnaciones, o para que el alma pueda nacer en una nueva vida, por eso conceptos contradictorios para nosotros, son complementarios para ellos, por eso morir, en cierta forma, es lo mismo que nacer. Hay dos puntos de cremación que arden constantemente, tal es la afluencia de cuerpos inertes a la espera de un turno de 3 horas, tiempo que toma un cuerpo en arder. A la ceremonia sólo van hombres pues las lágrimas, más propias de las mujeres, no dejan al alma irse tranquila, se supone que  la muerte debe significar alegría, pues es la oportunidad para comenzar una vida mejor.  De acuerdo a la casta se usa madera barata como el mango o costosa como el sándalo y los encargados del oficio crematorio son los intocables, es decir, la casta más baja. Así las cosas, hasta el difunto más ilustre termina en manos de un intocable, otra contradicción más en la ciudad de las contradicciones. La actividad crematoria sólo tiene 5 excepciones, a saber:
Los leprosos, los santos, las mujeres embarazadas, los niños y aquellos cuya muerte se haya producido por la mordedura de una cobra. Sus cuerpos no se deshacen en las llamas, sino que son envueltos, atados a una piedra y lanzados al río, pero a veces regresan a la superficie y se ven flotar. Aterrador. Supongo que tanto como  es para ellos saber que nosotros los metemos en un cajón de madera y los enterramos. Por eso juzgar, en estos casos, es tan solo una muestra de ignorancia.
Nosotros llegamos al río por la tarde cuando ya el sol se había ocultado y aunque el día estaba por finalizar, la actividad apenas comenzaba y las escalinatas a orillas del Ganges comenzaban a llenarse de devotos, turistas y curiosos para comenzar el Ganga Aarti o ceremonia de adoración.  Nosotros preferimos subirnos a una barca para ver el espectáculo desde el río. No éramos los únicos, decenas de barcas repletas de gente estaban en las mismas. Se supone que al río hay que ofrecerle algo, por lo que compramos una ofrenda consistente en una flor de loto con flores y una vela. Pronto el agua estaba llena de pequeñas velas encendidas suavemente arrastradas por la corriente. Comenzó la ceremonia y, junto a ella, una experiencia casi que inenarrable, pero haremos nuestro mejor esfuerzo:
Las campanas sonaban y una música de tambores las acompañaba. Una voz entonaba a veces rezos, a veces canciones, la gente aplaudía a ratos, otros callaba, olía a incienso, olía a sándalo quemado, olía al agua nauseabunda del río más sagrado y más contaminado, otra contradicción más para la lista. Los 5 sacerdotes parados frente al río le ofrecían esencias y fuego a través de complejos rituales. Los santones vestidos siempre de naranja, el color de la renuncia, deambulaban entre la gente poniendo puntos rojos en la frente y pidiendo rupias. Los niños pasaban de barca en barca y de escalinata en escalinata vendiendo postales, sellitos, ofrendas, baratijas o, simplemente pidiendo dinero. Otros se despojaban de sus ropas y chapuceaban alegremente entre la corriente. Pasaban tantas cosas el mismo tiempo que ustedes nunca podrán dimensionar la escena completa, dada mi incapacidad para describirla de una mejor manera. Los siento mucho, de verdad lo siento. De regreso en nuestra barca vimos un cuerpo flotando y fue inevitable pensar sobre cuántos más estábamos navegando. Regresamos al hotel en silencio, había sido una jornada inolvidable y perturbadora, en cierta forma.




Al amanecer, en el mismo río, los hindúes van a hacer la puja, o ceremonia de limpieza, un ritual que implica bañarse en las turbias aguas para limpiar los pecados. las mismas aguas en las que arrojan las cenizas de las piras, los cuerpos inertes, los animales muertos, las aguas negras, la basura. Suena contradictorio "limpiarse" en medio de tanta suciedad. Se enjabonan y todo. Los niños nadan alegres y los padres se meten con sus pequeños bebes. Las mujeres aprovechan para lavar la ropa. Los santones musitan oraciones. Los hombres se rapan todo el pelo de sus cabezas con una cuchilla de afeitar.
Hacia el medio día caminamos nuevamente por el río, a esa hora, desprovisto de la magia de la noche anterior. La basura se ve más, los olores se exaltan por el calor. Arravesamos un callejón largo que alberga a cada lado, toneladas de madera, desembocamos en la pira funeraria, que macabra sensación, seguimos en silencio tratando de digerir todo, todo, todo, pero es indigerible.
Por la noche volvimos a la ceremonia, no puedo describir como algo tan extraño y, de cierta manera repulsivo, genera tanta fascinación, queríamos ver más, ir mil veces nunca será suficiente para ver todo lo que hay para ver. Hace 3000 años alguien, en ese mismo lugar, realizaba la misma ceremonia, de la misma manera. Hoy pocas cosas han cambiado, la más decepcionante para nosotros, es comprobar que esta religión descubrió el poder del dinero, que la mano santa prefiere las rupias a las oraciones. Al final, todas las religiones terminan por parecerse en algo. ¿Culpa de nosotros que, curiosos, vinimos a verlos, no teniendo nada más para congraciarnos que nuestro asqueroso dinero? ¿Culpa de la religión misma, que como todas, al ser una invención humana es imperfecta como los humanos mismos?
Muchas preguntas, pocas respuestas, muchas contradicciones imposibles de conciliar.  Quiero dejar en claro que no quedo satisfecha con esta entrada, la escribo y la reescribo una y otra vez, comprobando que no todas las cosas pueden narrarse, que no todos los sentimientos pueden describirse, que faltan adjetivos por inventar, que nuestra ignoracia no tiene límites y que nunca terminaremos de conocernos a nosotros mismos ni a los demás.

                                            Los bazares de Varanasi

                                          El putrefacto Ganges que da para todo

                                           No money, no photo, qué novedad!!!

lunes, 24 de octubre de 2011

Pedaleando en Khajuraho

"Podemos pasarnos años sin vivir en absoluto y, de repente,
toda nuestra vida se concentra en un instante"
Oscar Wilde




La estancia en Khajuraho resultó mejor de lo que esperábamos. Saturados de ver templos y figuras del kamasutra, tuvimos tiempo de sobra para recorrer el lugar. Si no fuera por la insistencia de vendedores y conductores de tuk tuk, habría sido casi perfecto, pues las calles están desprovistas de las basura y suciedad que inunda todos los rincones de la India,  los jardines se notan cuidados con esmero y muchos de los restaurantes tienen vista a los templos. Uno de ellos, incluso, construyó una improvisada casa sobre el árbol de enfrente, por lo que comer allí, casi que sobre los templos, se torna en una experiencia más que mágica. La insistencia de vendedores y comisionistas aprendimos a atacarla con indiferencia, a ver quién se cansa primero. Generalmente ellos desisten, pero muchas cuadras después de tener que aguantar su persecusión acompañada de su ya conocido "aloo madam". No podría enumerar la cantidad de veces por minutos que se escucha en la India la palabra aloo. La usan para llamar la atención, para contestar el telefóno, significa hola, significa oye, significa mil cosas más, por eso, quien camina por las calles, debe armarse de paciencia y disponer el oido para escuchar toda una sinfonía basada en esa palabra.
Al tercer día ya habíamos visto todos los templos, caminado toda la ciudad, probado todos los restaurantes, incluído el de la casa en el árbol y nuestro tren sólo saldría hacia la media noche, así que nuestro plan fue rentar un par de bicicletas y pedalear hasta unas cascadas a unos 20 kms.  Oxidadas, descovaladas, pintadas, repintadas y desvencijadas, pero fueron las mejores que pudimos encontrar. Sin cambios, sin suspensión, con el freno más duro del mundo y el manubrio más pequeño jamás visto, arrancamos pasadas las 9am, cruzando los dedos para que no se fueran a varar. El camino resultó fascinante, salpicado de pequeñas villas a lo largo del camino de la que salían niños de todos lados quienes por estas tierras nacen con la misma facilidad con la que se dan los racimos de banano y en la misma cantidad en la que da el arroz, al vernos pasar todos salían detrás gritando siempre lo mismo "aloo, aloo, aloo, aloo". Enormes cultivos enmarcaban la pequeña carretera, verde, puro verde, una monotonía sólo rota por las mujeres trabajadoras que, con sus saris, le agregan color y alegría a la dura jornada bajo el sol. Sorteamos búfalos, vacas y chivos, ellos dueños absolutos de la carretera, eventualmente nos dejaban un espacio por donde pasar, o nosotros nos salíamos de la vía para adelantar su parsimonioso y sagrado caminar. En bicicleta toda la realidad de vuelve más vívida, los colores más brillantes, la gente más cercana, el silencio más apabullante. Nos alegramos de no haber ido en tuk tuk o en taxi, como el resto de la gente, de habernos dado el placer de degustar la vía sin afanes.
Una hora después estábamos llegando y asombrándonos con la imponencia de gigantescas rocas por las que corren las corrientes de agua que luego desembocan en cascadas. Durante el monzón, allí sólo se siente la furia del agua buscando un camino por el cual desembocar. Hoy la sensación es diferente. De paz, de tranquilidad, de serenidad. Las rocas estaban en silencio y el agua reposa serena en sus fosas naturales. Pedaleando otros 7 kms y atravesando una reserva natural llegaríamos al santuario de una especie de cocodrilos de la región, nos dimos al pedaleo, esta vez, lidiando con millares de micos de diferentes especies que nos miraban curiosos desde las copas de absolutamente todos los árboles. Nos cruzamos con antílopes gigantes, zorros de campo y cantidades de pájaros nunca antes vistos. Era extraña la sensación de sentirnos observados en todo momento por tantos animales, escuchando ruidos extraños y movimientos calculados. Se supone que en la región también hay tigres, pero esos hace años que no se ven.





Si el camino hasta la cascada fue plano y pavimentado, el que coduce al santuario de los caimanes era destapado y con altibajos. Extrañamos mucho los cambios de la bicicleta, pues andar todo el rato en el plato "grande" nos hizo bajar más de una vez y arrastrar la bicicleta como en nuestras mejores épocas de prímiparos del pedal, pero llegamos. Buscamos una buena piedra a la vera del agua y nos sentamos en silencio a esperar los cocodrilos. De lejos, éramos los únicos humanos en muchos kilómetros a la redonda. Qué silencioso momento, interrumpido de vez en cuando por algún pez saltarín o por el canto de un pájaro. Nada más. Esperando al cocodrilo vimos pasar varias serpientes de agua, una de ellas nadaba elegantemente con medio cuerpo afuera, ante semejante visión, ni modo de meter tan siquiera los pies en el agua. Y nosotros con semejante calor y con el vestido de baño debajo...
Una hora, tal vez dos y los cocodrilos no dieron señales de vida, no podíamos esperar más pues aún faltaba mucho por pedalear, así que emprendimos el regreso. A esa hora, los pequeños tractores regresaban a casa de los granjeros, recogiendo a la gente del camino, acomodándose unos encima de otros y haciendo gran algarabía cuando pasábamos. Al llegar, teníamos una compra pendiente, necesitábamos una pequeña maleta, pues aunque hemos tratado de deshacernos de cosas, ya el espacio escasea y la habilidades empacatorias de Juanro son de quitarse el sombrero, pero no hacen magia. Expertos ya en el arte del recateo ofrecimos un precio ridículamente bajo, al no obtener respuesta pusimos a prueba nuestra comprobada teoría de despedirnos y cruzar el umbral de la puerta, sabiendo que antes de contar hasta 10, ya estará el dueño afuera reteniéndonos para cerrar la venta.  Con maleta nueva ya era hora de empacar y volver a la estación, a la espera del tren de medianoche hacia Varanasi. Esta vez iba un tour gigantesco de gente Polonia, Rusia y República Checa, quienes tenían, literalmente, invadido el tren.  Fue un viaje larguísimo que culminó pasadas las 12m del día siguiente. Ya en el tren, antes de llegar, nos estábamos odiando todos, por el hambre, el calor, la incomodidad, el hacinamiento y el genio que deja una mala noche.
 Un tráfico infernal nos  recibió en la ciudad más sagrada del mundo, como es costumbre nos chocamos, pero nada pasó y luego,  hasta accidente de tránsito, de verdad verdad, nos tocó presenciar, cuando un tuk tuk arremetió contra una moto conducida por un indio, que tenía como pasajera a una mujer que salió volando por el aire. Aún recuerdo los velos de colores dando vueltas hasta caer en el pavimento, pero, como en la India todo es posible, ella se levantó como si nada y ni amonestaron al conductor del tuk tuk, que siguió su camino con naturalidad. Por la tarde separamos un bote y presenciamos la ceremonía de adoración al Ganges. Necesitamos tiempo y otro par de idas al río para depurar, procesar, digerir y tratar de escribir sobre la enorme cantidad de escenas que presenciamos. De lo sagrado a lo grotesco, de lo humano a lo divino, de la muerte a la vida, de lo real a lo sureal, de lo bizarro a lo cotidiano, una mezcla compleja, fascinante, repulsiva y atrayente al mismo tiempo. Me contradigo, lo sé, pero lo que presenciamos está lleno de contradiciones, las emociones guían este relato y por eso es hora de parar de escribir, reposar las ideas y volver a ellas cuando el tamiz del tiempo las haya depurado.


                                          Aarti Ganga, Varanasi

viernes, 21 de octubre de 2011

La religión y el Kamasutra

"La iglesia nos pide que al entrar en ella nos
quitemos el sombrero, no la cabeza"
Chesterton




Perdonarán la ausencia, pero la estadía en el lujoso hotel con vista al Taj Mahal se convirtió en unas pequeñas vacaciones dentro de las vacaciones, en las que no ocurrió nada extraordinario, aunque pensándolo bien, miento, todo allá era extraordinario, lo que quiero decir es que explayada todo el día, cuan larga soy, sobre una asoleadora, no deja mucho tema para desarrollar, ni permite vivir muchas aventuras que digamos y he ahí, pues, la excusa de nuestra ausencia. Durante dos días enteros no salimos casi a nada, excepto a un café internet ubicado diagonal a nuestro hotel, que ofrecía una cómoda tarifa de 40 rupias por hora, contra las 500 que cobraba el hotel por 30 minutos, así que valía más que la pena cruzar la calle y navegar, mientras Mr Deep, el dueño, nos fascinaba con sus apasionantes charlas.  Al tercer día con el plan ya armado para visitar una pequeña población a 40 kms de Agra, Juanro amaneció, digamos que delicado del estómago, nada que lamentar, ni ninguna historia digna de relatar, para pesar de nuestros amigos.  Todo se debió al exceso de maní mientras disfrutábamos en el bar de los margaritas más caros de nuestra existencia. Mientras Juanro hibernaba, en medio de su enfermedad, salí a dar un pequeño paseo, pero me aburrí rápidamente, pues una mujer sola es víctima, mil veces más, de los acosos de los vendedores, los conductores de tuk tuk, de ciclorickshaw, los mendigos, los niños, etc etc etc. Encontré compañía en Mr Deep, el del café internet, a quien aproveché para interrogarle sobre un misterioso lugar, escondido entre la manigua, justo destrás de su negocio. Me explicó que era una comunidad donde viven las familias de los leprosos, desterrados más al fondo en otra villa. Al notar la curiosidad en mis ojos se ofreció a acompañarme a esa pequeña ciudad dentro de la ciudad. Atravesamos las casas de las familias, las zonas de trabajo, los establos, los cuidados jardines hasta que llegamos hasta la entrada donde viven los enfermos y ahí me sentí sin el valor para continuar, así que nos devolvimos. El resto de la mañana lo pasé en su café internet, aprovechando para hacerle algunas de las mil preguntas que nos genera la India cada día, tratando de entender sus conceptos del karma, de la reencarnación, del matrimonio, del vegetarianismo, el hinduísmo... que infinita es nuestra ignorancia, que diferentes nuestros pensamientos, que liviana nuestra existencia, cuando está desprovista de las preguntas más esenciales de la vida, enfocada sólo en el afán de conseguir dinero, éxito, reconocimiento, en las ganas de comprar cosas, cosas, cosas que ni disfrutamos, ni nos llevaremos el día en que nos vayamos de este mundo.  Creo firmemente en el valor de la espiritualidad, pero la religión, como,todas, se me antoja como una cadena que amarra los espíritus, una serie de ritos inventados y propagados por el temor, por los siglos de los siglos. Que enormes esfuerzos dedicados cada día a complejos rituales, que cantidad de vidas perdidas, generaciones enteras consumidas. Diría que en la India,  el primer renglón de la economía es la religión, pues esta da forma y rumbo a millones de personas todos los días. Con cada rito que veo, cada persona que conozco, cada ceremonia que presencio, cada vendedor de las miles de figurillas, óleos, esencias, flores, ofrendas, sólo reafirman mi convicción de que la verdadera religión debe ser la libertad, ejercida con responsabilidad, honestidad y amor por los demás. En la libertad también hay espacio para las grandes preguntas, en el silencio también el viento susurra las respuestas a las mentes dispuestas a escucharlas.




Me perdonarán si me torno aburrida o pesada y estarán reclamando ya volver a la vanalidad del relato,  pero la tarde fue larga y solitaria y tuve tiempo de sobra para pensar, además, la necesidad de que Juanro se aliviara era apremiante, toda vez que esa noche tomaríamos el tren hacia Khajuraho y creanme  que nadie, absolutamente nadie, quisiera viajar en un tren indio con el estómago flojo. Nuestro amigo Mr Deep le preparó unas lentejas blancas con arroz basmati, nada de especias, nada de condimentos, nada de aceite, según él, esa era la receta para ese tipo de males. Digamos que funcionó, por lo menos antes de la medianoche, esperábamos el tren sobre la plataforma. Pero antes nos tocó presenciar una crisis de carácter casi apocalíptica cuando disfrutábamos nuestros últimos minutos en la piscina y un ratón atravesaba descaradamente los corredores, seguido por lo menos por 6 empleados a los que se unieron luego, los de la compañía del control de plagas que no tardaron en llegar. Fue una casería fascinante que terminó con la victoria del ratón al que nunca pudieron atrapar.
  Khajuraho es una población bien reconocida por sus templos esculpidos con poses del kamasutra, lo que atrae bastante turismo. Sin embargo el tren desde Agra, sólo hace ese trayecto 3 veces a la semana, por lo que no nos podíamos dar el lujo de perderlo. La estación como todas estaba atestada de gente, los consabidos durmientes, los locos, los perros, los ratones y en esta ocasión cientos de mochileros, quienes al parecer, reconocieron ya nuestra experticia en materia de trenes, pues todos se nos acercaban a preguntarnos si íbamos a Khajuraho, si estaban en la plataforma correcta, si el que seguía era nuestro tren. Un retraso de 40 minutos aumentaba la confusión y todos se aferraban a nosotros cual náufrago a su tabla.  Cuando llegó abordamos en bloque, otra vez compartimientos de a 3 literas a cada lado, otra vez un nudo para acomodarnos todos con nuestras gigantes mochilas.  Menos mal dos de nuestras compañeras eran japonesas, tan pequeñas y menudas que pusieron sus mochilas sobre sus camas y aún así quedó espacio para ellas, estiradas y todo. Los otros compañeros de compartimiento eran una familia india que en cada estación hacía gran escándalo pensando que se habían pasado. No pegamos el ojo. Yo por mi comprobada incapacidad de dormir en los trenes. Juanro, rogándole a su estómago que no le jugara una mala pasada. Los ruegos funcionaron y a las 6:30 am ya estábamos en Khajuraho. Nuestro hotel, aunque económico, resultó ser un oasis de paz. No es un hotel con jardín, como figura en la publicidad. Es un jardín con hotel. Con mesitas y sillas distribuidas meticulosamente entre los árboles y las flores, en la mitad una pequeña fuente con flores de loto y un buda en el centro meditando, le agregan un toque mágico a la estancia. Desayunamos y dormimos hasta el medio día, cuando nuestra curiosidad nos llevó a ver los templos.  Otra diferencia arrebatadoramente opuesta entre las religiones. Aquí el culto al amor, al erotismo, a la sensualidad, entendiendo al ser humano como uno solo con su sexualidad y no separándolo, como absurdamente hacemos en occidente.  Degustamos cada increíble figura esculpida escrupulosamente hasta que la cabeza se cansaba de mirar para arriba. Son millones las escenas esculpidas y hoy sólo recorrimos los templos de oeste, faltan muchos otros por ver, pero mañana será otro día. En varios puntos nos topamos con los extranjeros de anoche en la estación, hay una pareja francesa que ni habla inglés ni español, pero por señas nos hicieron saber lo mucho que extrañan a Francia y a sus quesos. El señor, con una barriga bastante protuberante, por cierto, sólo atinó a decir, que cuando regresara se iba a comer una vaca entera, tal es su desespero. Yo, por mi parte, estoy feliz al no tener que comer carne sin sentirme mal por ello y sin tener que darle explicaciones a nadie.



                                                    Escenas eróticas en los Templos de Khajuraho

martes, 18 de octubre de 2011

"Una lágrima en el rostro de la eternidad"

" El Taj Mahal hace brotar lágrimas
 de los ojos del sol y la luna"
Sha Yahan




El tren hacia Agra lo tomamos por la tarde. Nos había tocado separados pero un viajero solitario tuvo la cortesía de cambiar con nosotros. Íbamos en compartimientos de a cuatro, nuestros otros dos compañeros eran una madre con su hijo de 4 años quienes, a su vez, hacían parte de una familia entera de por lo menos 8 personas, todas viajando juntas en los compartimientos de los alrededores.  Ellos iban a Calcuta, es decir, al otro extremo, un viaje que les tomaría, por lo menos, 35 horas en completar. El compartimiento de reunión para la familia entera resultó el nuestro, todos entraban y salían, hablaban, reían, regañaban al niño quien brincaba de un camarote a otro, se subía, se bajaba, se caía, a veces lloraba, a veces gritaba para llamar la atención de su mamá. Como no cabían y nadie quería perderse la acción que tenía lugar justo en nuestros compartimientos, se sentaban en nuestras camas y emprendían animadas charlas. Llegó la hora de comer y comenzaron a aparecer cajas, cajitas y cajotas llenas de comida hasta para tirar para el techo, arroz, chapatis, salsas, vegetales, noodles, con un viaje tan largo por delante, iban más que preparados. Sentada en el pequeño espacio que me dejaba la numerosa familia en mi propia litera, yo sólo pensaba que al diablo la primera clase, que el espectáculo que teníamos en frente era infinitamente más entretenido que estar encerrados en primera clase con nuestros amigos los ratones. Toda esa faena se alargó hasta las 10 pm cuando repartieron las sábanas y cada uno se marchó a preparar su camarote y a dormir.
Llegamos a Agra a las 6am y Juanro me tenía una sorpresa de no creer. Íbamos a quedarnos en el mejor hotel de la ciudad. Podría decir incluso, que es el mejor de toda la India o el cuarto de toda Asia, pero no quiero sonar presuntuosa, aunque, en realidad, tenía motivos de sobra para estarlo. Decidimos tomar un taxi, de pura pena de llegar en tuk en tuk a semejante lugar. Hicimos bien, pues la entraba estaba llena de guardias de seguridad, impecablemente vestidos con sus uniformes, vigilando los elegantes carros que entraban y salían. Incluso nuestro taxi desentonaba, menos mal no se nos ocurrió llegar en tuk tuk. El carro parqueó y varios empleados ya estaban a nuestras órdenes, vestían  lujosos trajes largos y turbantes impecablemente armados. Nosotros olíamos a tren, estábamos sin bañar, sin peinar y Juanro lo habían picado las pulgas. Nos acomodaron en uno de los salones del lobby, pues nuestro arrivo tan temprano fue inesperado. El uno nos servía café y se aseguraba de remplazar cada sorbo que tomábamos, el otro nos llevaba toallas húmedas y refrescantes, otro más abría botellas de agua, todos se esmeraban en ofrecernos lo posible y lo imposible, compensando el hecho de no tener lista la habitación. Luego, acomodados, refrescados e  hidratados, giramos la cabeza y notamos que teníamos, nada más y nada menos que el Taj Mahal, frente a nuestros ojos. No hablábamos. No nos mirábamos, callados durante varios minutos, no podíamos despegar la mirada del ventanal. Asimilado el hecho de que conviviríamos 3 días con la que es considerada la construcción más hermosa del mundo, reparamos luego en los jardines florecidos que rodeaban las zonas verdes, en la grama verde motilada con esmero, en las piscina gigante con sectores bajo techo, en los miles de detalles para nuestro disfrute. Nada podía ser mejor. Nada en todo el mundo.



Rápidamente nos acomodaron en una habitación provisional. Todas tienen  terraza con vista al Taj Mahal, que suerte tan infinita la nuestra  poder admirarlo día y noche.  Ya bañados y presentables bajamos a desayunar, enfrentándonos a difíciles decisiones pues el buffet es el más grande que hayamos visto en nuestra vida y todo se veía delicioso. Comimos todo lo que pudimos, Juanro atacó los quesos y las carnes frías, rompiendo una dieta de estricto vegetarianismo de veinte y tantos días. Yo me fui por la panadería, especialmente la dulce, de tal manera que los pan au chocolat, los croaissant de almendras, los muffins y pastelillos no cabían en mi plato.  Luego, el pinguino entró en etapa de hibernación, yo me puse mi vestido de baño y me aventuré por las zonas húmedas. No había terminado de llegar y ya un empleado me estaba acomodando mi silla asoleadora llena de toallas y cojines, otro ponía frente a mí una bandeja con antisolares, bronceadores, agua, splash reefrescante y toallas humedas. Me acomodé, miraba a mi alrededor y, de verdad, no podía creer lo que me estaba pasando. A cada mínimo movimiento se acercaba uno de los empleados a ver qué quería, era tanta la atención que hasta llegué a sentirme incómoda. Pero, debo confesarles, en este punto,  que aguanté bastante bien dicha incomodidad. Ellos están entrenados para saber lo que uno quiere, incluso antes de que uno mismo lo quiera. Disfruté del sol y de la piscina prácticamente todo el día, por la tarde decidimos dar una pequeña caminata y dejar la exploración del Taj Mahal para el día siguiente pues ya estaba muy tarde para entrar. El hotel insistió en asignarnos un guardia de seguridad para nuestro pequeño paseo, la imagen era irreal. Nosotros caminando por las calles con guardia de traje largo, sombrero alto y bigote espeso. Rápidamente, a la menor oportunidad, logramos deshacermos de él, tomamos un ciclorickshaw y le dijimos al conductor que queríamos ver la ciudad. Pronto tuvo que dividirnos en dos ciclorickshaw pues las piernas no le daban al pobre y flacuchento muchacho, así que yo estuve con Saluh y Juanro con Sabu, un par de amigos de escasos 20 años que no podían creer cómo unos huéspedes de semejante hotel, estábamos montados en sus humildes carruajes. Comenzaron a llevarnos a lujosas tiendas, al final del día acordamos con ellos mismos para el siguiente, advirtiéndoles que lo  queríamos ver era la verdadera Agra, los bazares populares, los restaurantes locales, la gente de verdad, nada de lujos, ni de tiendas elegantes. Cuando llegamos al hotel por la noche, paramos en la esquina a aprovisionarnos de cocacolas, al menor descuido de nuestros conductores Juanro y yo, nos pusimos al pedal, todos los indios en la calle nos gritaban, nos aplaudían, se montaban y nosotros les decíamos, como hacen ellos cuando recogen a alguien, 50 rupias, 50 rupias, armando tal alboroto llegamos al hotel y los guardias de la entrada, bastante confundidos, no sabían si dejarnos entrar o no. Tuvimos que darles el número del cuarto para que nos creyeran!!





A la mañana siguiente Saluh y Sabu ya nos estaban esperando, nos llevaron directo al Taj Mahal pues no resistíamos más la tentación de verlo de cerca, pasamos los varios controles de seguridad y, de repente, frente a nuestros ojos, como una aparición, se alzaba imponente la marmórea construcción que ha inspirado a tantos poetas, que ha merecido la admiración del mundo entero, que ha fascinado a los millones de viajeros que lo visitan cada año, que ha desatado mitos fantasticos como que a los artesanos que trabajaron en él les cortaron las manos cuando lo terminaron para que nunca nadie pudiera igualar la majestuosidad de dicha construcción. Hasta ahora nadie lo ha logrado, pues sus tallas son exquisitas, las piedras que lo recubren son semipreciosas y se reclutaron mas de 20 mil artesanos de la India y Asia Central para terminarlo.
Su construcción fue un acto de amor, pues el emperador Sha Yahan lo construyó en memoria de su segunda esposa, Mumtaz Mahal, quien murió al alumbrar su 14 hijo en 1631. Es la encarnación misma de la nostalgia, tanto que Tagore lo describiría alguna vez como "una lágrima en el rostro de la eternidad" y Kipling como "la encarnación de todas las cosas puras"

Habíamos mirado tantas fotos del Taj, leído tantos artículos, visto tantos documentales, que estar recorriéndolo se nos hacía increíble, ahora éramos nosotros los protagonistas de nuestra propia historia, la que marcarå nuestras vidas por siempre. Uno de los jardineros de repenté agarró nuestra cámara, sacó un pito y quitó a todo el mundo, comenzó a tomarnos fotos, desde todos los ángulos, no permitía que nadie se atravesara, pues quien lo hiciera era inmediatamente amonestado con el pito, fue todo un fotoestudio, al final nos pidió 100 rupias, le dimos 50. Cuando vimos la cantidad y la calidad de fotos que nos tomó, casi nos devolvemos y le damos mas bien 1000.  Antes de irmos nos sentamos en una banca a mirar, solo a mirar. El encanto estaba también en ver a los fotográfos oficiales tomarles fotos oficiales a la parejas, a familias enteras, cuyo plan es vestir sus mejores galas y tomarse la foto con el Taj al fondo, que cuadros tan hermosos los que nos tocó ver, que pintas, que bellas y numerosas familias.
Hacia el medio día ya con la imagen del Taj Mahal, perfectamente almacenada en nuestra memoria salimos a recorrer el fuerte de Agra, considerado el más grande e importante de la India, el mismo en el que pasaría encerrado sus últimos días Sha Yahan, el constructor del Taj, luego de que su propio hijo lo traicionara y lo confinara en ese Fuerte, estratégicamente ubicado para que por lo menos, pudiera contemplar su magnifica creación desde lejos.
Para la hora del almuerzo le pedimos consejo a nuestros conductores. Ellos querían llevarnos a un sitio, pero no se atrevían, conversaban entre ellos en hindi, cambiaron de opinión y de dirección varias veces, hasta que al final se decidieron. Nos llevarían a comer las mejores dosas de la ciudad, en algún sitio perdido entre los bazares. El tráfico era tan espeso por esos callejones, que ellos decidieron parquear los ciclorickshaw en las afueras y comenzamos a caminar. Ríos de gente nos arrastraban de la misma manera como nos arrastraría una corriente fuerte en medio del mar. Ellos a veces tenían que rescatarnos pues nos quedábamos literalmente atrancados entre la gente. Juanro y yo nos mirábamos preguntándonos a dónde diablos nos estaban llevando. Finalmente llegamos a un restaurante atestado de gente. De lejos éramos los únicos extranjeros y todos nos miraban aterrados cuando llegamos. El sitio quedaba en medio de todo el bazar, la cocina daba hacia la calle y un chef veloz armaba y doblaba 10 dosas por segundo sobre una plancha negra y requemada de tanto uso. Aún así no daba a basto.  Estábamos en un punto sin vuelta atrás, sólo nos dijimos que si salíamos de esta invictos ya no había nada que pudiera enfermarnos el resto del paseo. Creo que hasta ahora hemos sido los únicos turistas que no nos hemos enfermado del estómago. Con absolutamente todos los que hemos hablando, han pasado por más de una indigestión, la última vez que hablamos con nuestros amigos holandeses estaban justo aquí en Agra, varados en un hotel, tan enfermos que tuvieron que esperar varios días antes de continuar el viaje. Hasta una de las chicas de Nueva Zelanda, que lleva 3 años recorriendo el mundo en precarias condiciones, estuvo aquí en la India hospitalizada toda una semana. Y las historias van y vienen, todas similares. Para el pesar de nuestros amigos, que disfrutan tanto con las historias estomacales de Juanro, lamento informarles que, por lo menos hasta ahora, no hay historia que contar, pues terminamos nuestro almuerzo en el sitio de dudosa reputación pero excelente sazón, Saluh tenía toda la razón, fueron las mejores dosas del paseo. Y las mas baratas. Descubrimos que todos los restaurantes tienen dos menús, uno para Indios y otro para extranjeros y que los precios pueden ser diametralmente opuestos. Como íbamos con un par de indios nos cobraron 200 rupias, por cuatro almuerzos gigantes,  gaseosas, agua. Algo así como 8 mil pesos, por todo, todo, todo, incluídas las bacterias. Ya han pasado 24 horas del suceso y nuestros estómagos respondieron bien.




Tras el almuerzo seguimos recorriendo los caóticos bazares, comprando especias y tratando se sortear las fuertes corrientes y los mares de leva. Luego nuestros chicos nos llevaron a ver el atardecer sobre el Taj Mahal, a orillas del río Yamuna, sólo para presenciar los cambios de color sobre el marmol y volver a comprobar la imponencia de la construcción. Llegamos rendidos al hotel y caímos rendidos en nuestra inmensa cama con 8 tipos diferentes de almohadas. Antes nos acordamos que aunque estemos en un hotel de 12 estrellas hay que lavar la ropa, pues acá cobran carísimo por todo, casi que hasta por respirar. El día de hoy se lo dedicaremos al ocio, descansaremos, exprimiremos cada rupia invertida en este lugar. Lamento dejarlos pero ya el sol opaca la pantalla del Ipad, la inmensa y azul  piscina con columnas insiste que me meta en ella, nuestro instructor de yoga espera por nosotros y el Taj Mahal insiste que lo mire. No puedo evitar pensar que de las mil y una noches, tres me tocaron a mí.

domingo, 16 de octubre de 2011

En la india todo es posible




Hay una frase muy recurrente en la india, cada que preguntas por algo, o te encuentras con una situación extraña, la gente siempre dice: " en la India todo es posible". Pues llegamos a la estación del tren, temerosos porque nuestra incursión anterior en la burocrática oficina había fracasado y porque la última vez que habíamos mirado en internet seguíamos en lista de espera, pero, como en la India todo es posible, ya nos habían asignado una cabina privada en primera clase. Nada de cortinitas para separarnos del resto de los mortales, aquí íbamos encerrados en una cabina, con el aire acondicionado a mil y las literas más cómodas de todo el tren. Íbamos felices, sintiéndonos como unos Marajás y pensando en lo mal acostumbrados que íbamos a quedar para el resto de los trayectos en tren. Yo estaba acostada ya en la litera superior, a punto de dormirme, mientras Juanro en la de abajo escuchaba música, cuando de repente, escuché un grito ahogado, una exclamación de terror, acompañada de la frase: "hay un ratón en esta cabina". Así pues que estábamos encerrados en un espacio de 2x1 en compañìa de un ratón. ¿cómo lo sacamos? esa fue la primera pregunta. Imposible. Esa fue la primera respuesta. Pensamos en llamar al guardia pero inmediatamente caímos en cuenta de lo ridículos que nos veríamos antes sus ojos. Imaginamos que la conversación hubiera sido más o menos así:
- "Señor guardia, necesitamos ayuda, hay un ratón en nuestra cabina"
-" ¿Y?, en la India todo es posible", esa hubiera sido su respuesta.

Faltaban aún 2 horas de viaje, ya estábamos en la etapa de la resignación, cuando me asomé desde la parte alta de mi litera y, como en la India todo es posible, vi otro ratón más. Y luego otro, así que nos tocó hacer lo único que uno puede hacer en una situación en la que no hay nada que hacer: reirnos. El ataque de risa nos duró las dos horas completas. Tan ridículamente absurdas eran las circunstancias. Ya los veíamos pasar una y otra vez, casi que convivíamos con ellos y entonces hasta llegamos a extrañar las cortinillas, convencidos de que, con ellas, por lo menos los ratones se pueden mover libremente por el resto del tren y no se quedan varados en una sola cabina, como en este caso. En fin, ahora sólo sabemos que esto marcará radicalmente nuestras próximas experiencias y que viajar en tren ya no será lo mismo. Será peor.
Esquivando a nuestros "amigos" llegamos a Jodpur hacia la media noche. Habíamos elegido un hotel en las afueras de la ciudad, pues queríamos descansar del ruido, de los acosos, de los vendedores, de los pitos. Contratamos un taxi, el conductor parecía no tener muy claro a dónde íbamos, cada tanto paraba a preguntar, hasta que, según las indicaciones que le habían dado, nos desviamos de la carretera principal por un camino angosto, oscuro y destapado. Llegamos al pueblito, pero no encontrábamos el hotel, ni tampoco nadie a quién preguntarle, por primera vez en toda la India, estábamos en un sitio sin gente, el conductor se rascaba la cabeza, mala señal. De pronto encontramos a alguien durmiendo en un catre sobre la entrada de su propia casa, algo bastante común por acá, según hemos visto, lo despertamos y nos indicó la vía hasta nuestro destino, volteamos en la esquina y otro durmiente había instalado su catre, no sobre la entrada de su casa, sino en media calle de tal manera que no podíamos pasar. Le pitamos y no daba señales de vida, le hicimos cambio de luces, el conductor hacia sentir el acelerador. Nada.  Se bajó del carro, nosotros hasta llegamos, incluso, a pensar que estaba muerto, el conductor lo sacudía, hasta que aturdido se levantó de  su catre y sólo atinó a decir que la volteada era por la próxima, no por esa cuadra. Tranquilamente volvió a quedarse dormido. A todas estas, al sentir la algarabía, de la casa salió una mujer, estaba furiosa por la bulla que estábamos haciendo y porque habíamos despertado al durmiente de en medio de la calle, nosotros nos reíamos porque, definitivamente, en India, todo es posible.   40 minutos después estábamos llegando al hotel Chandelao.



Estábamos tan cansados y estaba tan oscuro que no vimos muy bien a dónde llegamos. Al otro día me despertó un sonido bastante conocido, me levanté, corrí la cortina y vi árboles enteros llenos de loros haciendo la característica algarabía del amanecer. Nuestro cuarto no era una cuarto, era una cabaña completa y nuestro hotel, no era un hotel, es una especie de palacio en el que convivíamos con la familia que la regentaba. Sus antepasados hicieron parte de los ejercitos del Marajá de Jodhpur, demostrando tanto valor en el campo de batalla que fueron premiados con inmensas tierras y este Fuerte que ha estado en la familia por más de 14 generaciones, hasta que se vieron a gatas para sostenerlo, así que convirtieron las pesebreras, o elefanteras en cabañas con piso de marmol, paredes de piedra y un baño más grande que muchos de los cuartos enteros en los que hemos dormido en otros hoteles. Durante generaciones la casa ha permanecido, más o menos igual. El único cambio significativo fue a cuando a alguno de los antepasados quizo, para su matrimonio, entrar montado en un elefante, por lo que tuvieron que cambiar la puerta de entrada al Fuerte por una más grande. El dueño actual  tiene como proyecto el desarrollo del pueblo y la conservación de los artesanos de la región, para ello, pidió la ayuda de los príncipes de Noruega quienes vinieron el diciembre pasado y durmieron en el mismo cuarto en el que estamos nosotros. El aporte económico les fue otorgado. Nuestro aporte consistió en comprarles algunas prendas, pues es bien sabido que ropa es mi debilidad y llevo ya mis 20 días sin comprar absolutamente ni un chiro.
 Desayunamos en el mismo comedor con la familia, atendidos por sus varios sirvientes. Pronto nos propusieron varios planes para el día, decidimos tomar un safari en jeep por la aldeas cercanas. El propio dueño nos llevó por caminos polvorientos y agrestes, contándonos la historia de cada aldea, de cada cosa que veíamos, especialmente los ancianatos para vacas que llamaron bastante nuestra atención. Cuando él pasaba la gente le manifestaba un gran respeto y nosotros empezamos a especular quién era semejante personaje, que además lucía impecable, vestido de con sus pantalones tipo dhoti, blancos, camisa larga también blanca, un elaborado turbante amarillo con rayas moradas y zapatos típicos de Rajastán, con la punta doblada adelante. Andamos por interminables cultivos de ajonjolí, melones y sandías, atravesamos un reserva natural plagada de antílopes, visitamos artesanos del barro y terminamos en la humilde casa de un sabio de la región con todos los años del mundo y una simpatía sincera  y genuina.




Como algo muy especial sacó sus provisiones de opio y elaboró un té que tuvimos que sorber de su propia mano. Más tarde, en un acto inmenso de generosidad, comenzó a partir sus mejores patillas y melones. Yo quedé inmediatamente engolosinada, Juanro, por su parte, pasó las duras y las maduras para comerse sus porciones y no desantender la generosidad del maestro. Al menor descuido de los indios, yo trataba de ayudarle, pero aún así no se salvó de mordisquear algo de sus odiadas frutas.
Por la tarde salimos a caminar por el pueblo seguidos de centenares de niños, salían de todos lados, nos tocaban como examinando que sí fuéramos de verdad. Nos halaban el pelo, nos agarraban las manos. Fuimos hasta el lago que es la única reserva de agua de toda la región. De la abundacia del monzón dependen los 11 meses restantes. Por fortuna, como ya hemos manifestado, este año llovió copiosamente y el espectáculo más grande era ver a las mujeres con sus saris de colores y con enormes vasijas de barro y cobre sobre sus cabezas llevando y trayendo agua para sus hogares.





Por la noche la cena fue en una terraza alta, bajo la luz de la luna y de las velas, rodeados de miles de sirvientes a la espera de nuestros deseos. Al otro día dejamos nuestro pequeño oasis y enfrentamos la ciudad azul, recorrimos el Fuerte, visitamos los cenotafios, los bazares y hasta fuimos a dar a la casa del sucesor de Maharajá, quien para sostener su colección de carros, de joyas y su excéntrica vida, ha abierto su casa a los visitantes y ha vendido pedazos de las tierras que circundan su fuerte a constructores privados quienes hacen delicias con los compradores que quieren ser vecinos del Majarahá.  Con la llegada de la noche llegó también la hora de partir, esta vez en tren con cortinitas separatorias y unos compañeros de viaje que merecen capítulo aparte. Eso y nuestra mágica llegada a Agra, debido a la sorpresa más grande que he tenido en mi vida, serán material para la siguiente entrada. Nos leemos. Mientras tanto escribo esto disfrutando de la vista al Taj Mahal.




sábado, 15 de octubre de 2011

A lomo de camello

"No liberes a un camello del peso de su joroba
podrías estar librándolo de ser un camello"
Chesterton




Antes de encontrarnos con nuestros camellos, tuvimos que hacer un trayecto en jeep, por una carretera angosta que atraviesa el desierto. Aunque parece de un solo carril, es de doble vía y constantemente se encuentra uno de frente con camiones, tractores y vehículos militares. El protocolo para manejar por ahí es sencillo: los carros se encuentran frente a frente a ver cuál es más temerario, el que pierde, a último segundo, tiene que salirse de la vía y darle paso al otro. A veces ganábamos, a veces perdíamos y el jeep se sacudía al salirse del camino.
De repente en medio de la nada nos orillamos y aparecieron frente a nuestros ojos Papaya y Sunday, nuestros camellos. En el grupo iban, además, un par de amigas de Nueva Zelanda, otro par de alemanas y una Koreana, quien llevaba ya sus buenos días en el desierto y se negaba a terminar su safari, así que se unía acada nuevo grupo que llegaba.
Aunque Juanro diga que estoy sesgada, Papaya, mi camello, era el más grande, el más lindo, el más alto, el más gordito y, por supuesto, el más glotón de todos. Cada tanto veía apetitosas ramas y sin ningún pudor se paraba a comer y no había poder humano que lo despegara de sus manjares favoritos.
El desierto de Thar es bastante particular pues sobre la arena crece hierba, melones de sal, arbustos y toda suerte de plantas espinosas y cactus. El monzón de este año fue bastante fuerte, por lo que estaba, incluso, mas verde que nunca. Cada tanto entrábamos a pequeñas villas y la gente del desierto nos recibía en su propia casa con una taza de te y una hospitalidad increíble. Para los niños nuestra presencia era todo un acontecimiento en medio de su monotonía y su árida rutina. Siempre pedían, especialmente, que les tomáramos fotos y se las mostráramos pues para ellos era toda una novedad verse en las pequeñas pantallas de las cámaras. La vida del desierto es dura, pero la gente es increíble, tanto que son capaces de cultivar sandías!!




Lo mejor del safari fue el silencio, horas enteras al lomo del camello sin hablar, sin oir la estridencia de la música popular india, sin escuchar ni un solo pito, ni un solo vendedor tratando de venderte algo, oyendo tan sólo el delicado sonido de la campanita que cuelga del cuello de los dromedarios, porque sus patas son tan amortiguadas que ni sus pasos resuenan sobre la hierba. En silencio nos topamos con pavos reales salvajes, con pajaros, con venados y hasta con una cobra. A veces manadas de ovejas se cruzaban por nuestro camino, haciendo cómicos sonidos, pero rápidamente las dejábamos atrás en medio de sus quejidos, casi humanos.
A la hora de almuerzo nos resguardamos bajo un árbol gigante y nuestros camelleros, sacaron ollas, encendieron fuego y empezaron a pelar papas y cebollas, a mezclar especias a amasar chapatis, a hervir té. Bajo el árbol comimos y conversamos con nuestras compañeras, todas mujeres, mochileras de verdad verdad, que nos hicieron sentir primíparos en el arte de degustar el mundo, esclavos de nuestros trabajos, nuestra comodidad y nuestro dinero. Las chicas de Nueva Zelanda, Nicky y Katty, llevan tres años viajando, han ido a tantas partes que hasta a Medellín fueron a dar alguna vez. Saben que pronto tendrán que enfrentar la realidad de vivir en un sólo sitio, encontar un trabajo decente y ponerle algo de rienda a sus espíritus libres y aventureros, si es que hay alguna rienda capaz de someter un espíritu con tales características.  Crystal, la Koreana, está haciendo un punto de quiebre en su vida. Cansada de todo y de todos, decidió armar mochila y salir al mundo. Sólo sabe la fecha en que salió de casa pero, aun no tiene itinerario fijo, ni mucho menos fecha de regreso. Por ahora, está embelasada con la vida del desierto, ya todos los camelleros la conocen y quién sabe a cuántos grupos más se unirá antes de elegir un nuevo destino en esa libre vida que elegió en la que el plan es no tener plan. Que fascinante es oir las aventuras y las motivaciones de cada viajero, saber que la libertad existe y que el mundo es de quienes se atreven a conquistarlo. Saber que hay vida mas allá de las 8 horas de oficina y que andar en tenis rinde más que hacerlo en tacones.
La tarde se nos fue sobre el lomo del camello y antes de que atardeciera ya habíamos llegado a una duna gigantesca, esta sí de pura arena. Allí presenciamos un atardecer que nunca olvidaremos. Jamás habíamos visto el sol tan rojo, tan grande, tan cerca. Parecía que si estirábamos un poco la mano podríamos tocarlo. En cuestión de minutos ya estaba besando la tierra y luego despareció. En ese mismo instante, al otro lado se asomaba la luna llena que nos  serviría de sábana durante toda la noche.




Reposando en torno a la hoguera, estábamos en el punto más crítico de nuestra abstenencia cocacolística, entendiendo en carne propia lo que significa creerse la última cocacola del desierto, cuando, como una aparición, llegó de la nada un niño que se había caminado el desierto desde la villa más cercana, con un costal que al abrirse dejó ver ante nuestros ojos varias botellas del preciado liquído. Las compramos todas, al precio que dijo y si hubiéra pedido más rupias, se las habríamos dado.  Con cocacola en mano, la faena de la cocinada se repitió, luego se repartieron mantas con olor a camello y las 9 de la noche ya estábamos rendidos. Lo extraño del desierto es la concepción del tiempo. Todo parece ir en cámara lenta, sin afanes, sin celulares, sin radio, sin computador, sin nada que sintonice con la realidad. La gente tiene la mirada serena, el caminar lento, la sonrisa honesta. Cada día trae su propio afán y el monzón determina sus cultivos y, por ende, sus vidas.
El camellero nos despertó muy temprano con una taza de té para que no nos perdiéramos el amanecer. Pronto el sol comenzó a asomar, dejándonos sin habla. Era simplemente increíble estar tendidos sobre la arena del desierto viendo semejante espectáculo. Desayunamos, ensillamos los camellos y comenzamos a devolvernos. La aventura había terminado. Los recuerdos permanecerán por siempre. Ese es el verdadero tesoro, las cosas que recuerdas, la gente que conoces, las imágenes que se quedan por siempre guardadas en la retina. Alguien me dijo alguna vez que lo leído, lo viajado y lo comido, se queda con uno por siempre. Es verdad. Las cosas materiales se pierden, se acaban, se dañan, pero lo otro no hay forma de que nadie te lo quite, ese es tu verdadero valor, lo que te define, lo que te proyecta. Eso es lo que hay que atesorar, incluso mas que el dinero.
Una efusiva despedida, un jeep esperándonos y un regreso al fuerte en busca de una ducha y de nuestras pertenencias. Jaisalmer nos dejó fascinados, pero ya era hora de partir.




martes, 11 de octubre de 2011

La fila india de la India

"Aquel viaje que no deja huella en tu corazón
jamás fue un viaje"


                                          Los monos gramáticos del camino a Galta

Nuestro tren hacia el desierto partiría a las 11:45pm, así que debíamos buscar plan para todo el día en Jaipur. No esperábamos hacer nada en particular, sin embargo hicimos de todo, por eso esta crónica antecede a la de las aventuras en el desierto. Para que vean que en la India, en un lapso de 24 horas cualquier cosa puede pasar.
El camino de Galta ya lo habíamos recorrido, literariamente hablando. Octavio Paz tuvo la suficiente inspiración para narrar la subida hasta el templo del sol, en un libro hermosamente titulado "El Mono Gramático". Hace muchos años, cuando ni siquiera pasaba por mi mente visitar estas tierras, lo había comprado en una anticuaria del centro de Medellín. Recuerdo que es el libro más caro que he comprado en toda mi vida, pues esa misma tarde, saliendo de la anticuaria me atracaron y me robaron el dinero que me acababan de pagar, luego de vender la cámara de fotos de la Universidad. También  recuerdo que cuando lo leí pensé lo mágico que sería hacer ese mismo camino. Pues heme aquí, revisando una guía y cayendo en cuenta de que Galta está bastante cerca de Jaipur. ¿Por qué no honrar a Octavio Paz? Contratamos a un tuk tuk, cuyo conductor de llamaba Ali y se encargó de llevarnos hasta allá. El tuk tuk llegaba hasta cierto punto, de ahí en adelante tocaba caminar. La ruta está enmarcada por montañas rocosas de la que brotan monos por todos lados. Por aquí, por allá, por donde miráramos habían monos, a su vez, mirándonos. Construcciones milenarias de alzan a la vera del camino, pero hoy están en ruinas y se convirtieron en el hogar de los monos, en algunas, ellos comparten, civilizadamente, el espacio con los humanos.  Es extraña la sensación de caminar por allí, sabiéndonos los únicos extranjeros y sintiéndonos observados por millones de micos y gente escondida como animales detrás de puertas desencajadas, paredes luchando por seguir en pie y ventanas caladas. Pasado el reino de los micos ascendimos cuesta arriba bajo un sol indescriptiblemente abrazador. Una subida silenciosa y extenuante por un camino de piedra lisa y pulida tras resistir el sol veraniego, el monzón, el viento de los 100 días, el polvo y las pisadas de los peregrimos y así, año tras año, siglo tras siglo. Toda una eternidad.



                         

Coronamos con una vista increíble de Jaipur y una pasada por el templo del sol, viviendo en carne propia que no hay mejor lugar para adorarlo que esa colina pedregosa, reseca y calurosa.  Sin contratiempos salimos de esa máquina del tiempo llamada Galta y volvimos al caos de la ciudad. Ali nos llevó a un restaurante tan bueno que nosotros éramos los únicos comensales de tez blanca, de resto puras familias indias en pleno plan dominguero, quienes no dudaron en ayudarnos a elegir el menú. Como nos verían de inexpertos que tuvieron que explicarnos qué se mezclaba con tal salsa o cuál tipo de pan era apropiado para la otra, a veces riéndose de nosotros de la misma manera como nosotros nos reímos del gringo que se come la arepa con cubiertos.
Extendimos el almuerzo lo más que pudimos, pues necesitabamos hacer tiempo hasta que llegara nuestro tren de medianoche. Luego nos atrevimos a incursionar en el aclamadísimo, famosísimo y sin igual mundo de Bollywood. Para los que no sepan, la india es el mayor productor de películas de cine de todo el mundo, por encima, incluso de Estados Unidos, por lo que ir a un cinema Indio es una experiencia que nadie puede dejar de tener y más en Jaipur, ciudad que se ufana de tener el mejor cinema de todo el país. Llegamos con bastante antelación a comprar la boleta y ya la fila se alargaba copiosamente, en ese momento suponíamos que estábamos en la tierra de la fila india pero rápidamente nos dimos cuenta de que  no deberíamos decir fila, pues ese concepto parece no estar muy desarrollado por estos lares en donde lo que hacen es aglutinarse, sin ningún orden en torno a la taquilla. Igual que en las calles y el acceso a los trenes, lo que impera por acá es la ley del más fuerte. De codazo en codazo Juanro logró comprar las dos boletas para la función de las 6:30pm.
Media hora antes de empezar la función se abrieron las puertas y nos encontramos en el cinema más grande rodeados de más de 700 expectadores, entre los cuales se encontraba un reducido grupo de turistas, incluidos  nosotros.
De ahí en adelante todo fue una fiesta a la cual nunca esperábamos asistir. Cuando apagaron las luces del teatro comenzaron los aplausos, silbidos y vivas. Cuando empezó la películas la efucividad aumentó, pero el climax llegó cuando apareció la protagonista. Cabe anotar que el 90% de los asistentes eran hombres. Película de Bollywood que se respete tiene coreografías y aunque en esta particularmente no esperábamos verlas por tratarse de una película de acción, el canto y el baile no se hicieron esperar y la gente aplaudía y se emocionaba como si estuviera en un concierto en vivo. La película era en Hindi, sin subtítulos, así que rápidamente muchos de los turistas se salieron, incapaces de entender que la verdadera película estaba en el comportamiento de la gente y no en la pantalla grande. Para nosotros fueron dos horas inmensamente emocionantes, de repetir. Todavía nos acordamos y nos reímos.

                                          Camino a Galta

Se acercaba la medianoche y ya estábamos sobre nuestra plataforma esperando el tren. A pesar de la hora, no cabía una persona más en la estación. Abordamos esta vez en un vagón con aire acondicionado y tres literas a lado a lado. A oscuras nos acomodamos nosotros y otra pareja de extranjeros, pues ya los otros 2 compañeros de vagón dormían plácidamente, eso de acomodarse 4 personas, con mochilas gigantes, con la luz apagada, en un espacio de por lo menos 40 cms, es bastante complejo, pero con paciencia de parte y parte lo logramos y al otro día a las 11 am ya estábamos llegando a Jaisalmer. Aunque estábamos hambreados y con ganas de llegar al hotel, decidimos solucionar en la oficina de tiquetes nuestro próximo trayecto, porque aunque lo separamos por internet 45 días atrás, aún seguimos en lista de espera. Era una oficina pequeña, con 4 funcionarios, de los cuales solo trabajaba uno, mientras la cola aumentaba paulatinamente conforme avanzaban los minutos. Como ya habíamos comprobado, en la India no hacen fila India y la gente se colaba sin ningún pudor. Y los de la fila no protestaban ni contra los colados, ni contra los funcionarios. Mientras juanro hacía fila, o trataba de hacerla, yo me paraba en las taquillas desatendidas, mirando fijamente al funcionario a ver si le daba pena y se ponía a trabajar, todo esto mientras él plácidamente se sacaba mocos y dormiteaba a ratos. Una rata, sin ningún pudor, se paseaba detrás de los puestos de los funcionarios, llevando y trayendo papeles, vasos, comida y viéndose infinitamente más activa que sus compañeros de oficina. Más de una hora después de andar en estas nos tocó el turno y no pudimos resolver nada, con el ánimo destemplado y resignados salimos en busca de nuestro hotel, con tal mala suerte que el tuk tuk que nos llevaba se varó y nos tocó llegar caminando hasta nuestro alojamiento. Situado en pleno fuerte y rodeado de callejones y rincones de ensueño, el Desert Boys, nuestro hotel, resultó ser sencillo pero acogedor, con una gran ventaja para mí y es que no tiene aire acondicionado, pues las últimas estancias han estado más frías que un iglú, a tempraturas bajo cero aptas para el pinguino que tengo por compañero, pero catástróficas para mí que vivo de resfriado en resfriado. Mientras él se aclimata, lo cual le servirá bastante para su travesía en camello por el desierto, escribo estas lineas, admirando el atardecer más arrebatador del mundo y el cielo surcado por millones de pájaros buscando una rama para dormir. Todo esto en 24 horas es algo que solo puede pasar en la India.

                                          Atardecer en el desierto