"No liberes a un camello del peso de su joroba
podrías estar librándolo de ser un camello"
Chesterton
Antes de encontrarnos con nuestros camellos, tuvimos que hacer un trayecto en jeep, por una carretera angosta que atraviesa el desierto. Aunque parece de un solo carril, es de doble vía y constantemente se encuentra uno de frente con camiones, tractores y vehículos militares. El protocolo para manejar por ahí es sencillo: los carros se encuentran frente a frente a ver cuál es más temerario, el que pierde, a último segundo, tiene que salirse de la vía y darle paso al otro. A veces ganábamos, a veces perdíamos y el jeep se sacudía al salirse del camino.
De repente en medio de la nada nos orillamos y aparecieron frente a nuestros ojos Papaya y Sunday, nuestros camellos. En el grupo iban, además, un par de amigas de Nueva Zelanda, otro par de alemanas y una Koreana, quien llevaba ya sus buenos días en el desierto y se negaba a terminar su safari, así que se unía acada nuevo grupo que llegaba.
Aunque Juanro diga que estoy sesgada, Papaya, mi camello, era el más grande, el más lindo, el más alto, el más gordito y, por supuesto, el más glotón de todos. Cada tanto veía apetitosas ramas y sin ningún pudor se paraba a comer y no había poder humano que lo despegara de sus manjares favoritos.
El desierto de Thar es bastante particular pues sobre la arena crece hierba, melones de sal, arbustos y toda suerte de plantas espinosas y cactus. El monzón de este año fue bastante fuerte, por lo que estaba, incluso, mas verde que nunca. Cada tanto entrábamos a pequeñas villas y la gente del desierto nos recibía en su propia casa con una taza de te y una hospitalidad increíble. Para los niños nuestra presencia era todo un acontecimiento en medio de su monotonía y su árida rutina. Siempre pedían, especialmente, que les tomáramos fotos y se las mostráramos pues para ellos era toda una novedad verse en las pequeñas pantallas de las cámaras. La vida del desierto es dura, pero la gente es increíble, tanto que son capaces de cultivar sandías!!
Lo mejor del safari fue el silencio, horas enteras al lomo del camello sin hablar, sin oir la estridencia de la música popular india, sin escuchar ni un solo pito, ni un solo vendedor tratando de venderte algo, oyendo tan sólo el delicado sonido de la campanita que cuelga del cuello de los dromedarios, porque sus patas son tan amortiguadas que ni sus pasos resuenan sobre la hierba. En silencio nos topamos con pavos reales salvajes, con pajaros, con venados y hasta con una cobra. A veces manadas de ovejas se cruzaban por nuestro camino, haciendo cómicos sonidos, pero rápidamente las dejábamos atrás en medio de sus quejidos, casi humanos.
A la hora de almuerzo nos resguardamos bajo un árbol gigante y nuestros camelleros, sacaron ollas, encendieron fuego y empezaron a pelar papas y cebollas, a mezclar especias a amasar chapatis, a hervir té. Bajo el árbol comimos y conversamos con nuestras compañeras, todas mujeres, mochileras de verdad verdad, que nos hicieron sentir primíparos en el arte de degustar el mundo, esclavos de nuestros trabajos, nuestra comodidad y nuestro dinero. Las chicas de Nueva Zelanda, Nicky y Katty, llevan tres años viajando, han ido a tantas partes que hasta a Medellín fueron a dar alguna vez. Saben que pronto tendrán que enfrentar la realidad de vivir en un sólo sitio, encontar un trabajo decente y ponerle algo de rienda a sus espíritus libres y aventureros, si es que hay alguna rienda capaz de someter un espíritu con tales características. Crystal, la Koreana, está haciendo un punto de quiebre en su vida. Cansada de todo y de todos, decidió armar mochila y salir al mundo. Sólo sabe la fecha en que salió de casa pero, aun no tiene itinerario fijo, ni mucho menos fecha de regreso. Por ahora, está embelasada con la vida del desierto, ya todos los camelleros la conocen y quién sabe a cuántos grupos más se unirá antes de elegir un nuevo destino en esa libre vida que elegió en la que el plan es no tener plan. Que fascinante es oir las aventuras y las motivaciones de cada viajero, saber que la libertad existe y que el mundo es de quienes se atreven a conquistarlo. Saber que hay vida mas allá de las 8 horas de oficina y que andar en tenis rinde más que hacerlo en tacones.
La tarde se nos fue sobre el lomo del camello y antes de que atardeciera ya habíamos llegado a una duna gigantesca, esta sí de pura arena. Allí presenciamos un atardecer que nunca olvidaremos. Jamás habíamos visto el sol tan rojo, tan grande, tan cerca. Parecía que si estirábamos un poco la mano podríamos tocarlo. En cuestión de minutos ya estaba besando la tierra y luego despareció. En ese mismo instante, al otro lado se asomaba la luna llena que nos serviría de sábana durante toda la noche.
Reposando en torno a la hoguera, estábamos en el punto más crítico de nuestra abstenencia cocacolística, entendiendo en carne propia lo que significa creerse la última cocacola del desierto, cuando, como una aparición, llegó de la nada un niño que se había caminado el desierto desde la villa más cercana, con un costal que al abrirse dejó ver ante nuestros ojos varias botellas del preciado liquído. Las compramos todas, al precio que dijo y si hubiéra pedido más rupias, se las habríamos dado. Con cocacola en mano, la faena de la cocinada se repitió, luego se repartieron mantas con olor a camello y las 9 de la noche ya estábamos rendidos. Lo extraño del desierto es la concepción del tiempo. Todo parece ir en cámara lenta, sin afanes, sin celulares, sin radio, sin computador, sin nada que sintonice con la realidad. La gente tiene la mirada serena, el caminar lento, la sonrisa honesta. Cada día trae su propio afán y el monzón determina sus cultivos y, por ende, sus vidas.
El camellero nos despertó muy temprano con una taza de té para que no nos perdiéramos el amanecer. Pronto el sol comenzó a asomar, dejándonos sin habla. Era simplemente increíble estar tendidos sobre la arena del desierto viendo semejante espectáculo. Desayunamos, ensillamos los camellos y comenzamos a devolvernos. La aventura había terminado. Los recuerdos permanecerán por siempre. Ese es el verdadero tesoro, las cosas que recuerdas, la gente que conoces, las imágenes que se quedan por siempre guardadas en la retina. Alguien me dijo alguna vez que lo leído, lo viajado y lo comido, se queda con uno por siempre. Es verdad. Las cosas materiales se pierden, se acaban, se dañan, pero lo otro no hay forma de que nadie te lo quite, ese es tu verdadero valor, lo que te define, lo que te proyecta. Eso es lo que hay que atesorar, incluso mas que el dinero.
Una efusiva despedida, un jeep esperándonos y un regreso al fuerte en busca de una ducha y de nuestras pertenencias. Jaisalmer nos dejó fascinados, pero ya era hora de partir.
podrías estar librándolo de ser un camello"
Chesterton
Antes de encontrarnos con nuestros camellos, tuvimos que hacer un trayecto en jeep, por una carretera angosta que atraviesa el desierto. Aunque parece de un solo carril, es de doble vía y constantemente se encuentra uno de frente con camiones, tractores y vehículos militares. El protocolo para manejar por ahí es sencillo: los carros se encuentran frente a frente a ver cuál es más temerario, el que pierde, a último segundo, tiene que salirse de la vía y darle paso al otro. A veces ganábamos, a veces perdíamos y el jeep se sacudía al salirse del camino.
De repente en medio de la nada nos orillamos y aparecieron frente a nuestros ojos Papaya y Sunday, nuestros camellos. En el grupo iban, además, un par de amigas de Nueva Zelanda, otro par de alemanas y una Koreana, quien llevaba ya sus buenos días en el desierto y se negaba a terminar su safari, así que se unía acada nuevo grupo que llegaba.
Aunque Juanro diga que estoy sesgada, Papaya, mi camello, era el más grande, el más lindo, el más alto, el más gordito y, por supuesto, el más glotón de todos. Cada tanto veía apetitosas ramas y sin ningún pudor se paraba a comer y no había poder humano que lo despegara de sus manjares favoritos.
El desierto de Thar es bastante particular pues sobre la arena crece hierba, melones de sal, arbustos y toda suerte de plantas espinosas y cactus. El monzón de este año fue bastante fuerte, por lo que estaba, incluso, mas verde que nunca. Cada tanto entrábamos a pequeñas villas y la gente del desierto nos recibía en su propia casa con una taza de te y una hospitalidad increíble. Para los niños nuestra presencia era todo un acontecimiento en medio de su monotonía y su árida rutina. Siempre pedían, especialmente, que les tomáramos fotos y se las mostráramos pues para ellos era toda una novedad verse en las pequeñas pantallas de las cámaras. La vida del desierto es dura, pero la gente es increíble, tanto que son capaces de cultivar sandías!!
Lo mejor del safari fue el silencio, horas enteras al lomo del camello sin hablar, sin oir la estridencia de la música popular india, sin escuchar ni un solo pito, ni un solo vendedor tratando de venderte algo, oyendo tan sólo el delicado sonido de la campanita que cuelga del cuello de los dromedarios, porque sus patas son tan amortiguadas que ni sus pasos resuenan sobre la hierba. En silencio nos topamos con pavos reales salvajes, con pajaros, con venados y hasta con una cobra. A veces manadas de ovejas se cruzaban por nuestro camino, haciendo cómicos sonidos, pero rápidamente las dejábamos atrás en medio de sus quejidos, casi humanos.
A la hora de almuerzo nos resguardamos bajo un árbol gigante y nuestros camelleros, sacaron ollas, encendieron fuego y empezaron a pelar papas y cebollas, a mezclar especias a amasar chapatis, a hervir té. Bajo el árbol comimos y conversamos con nuestras compañeras, todas mujeres, mochileras de verdad verdad, que nos hicieron sentir primíparos en el arte de degustar el mundo, esclavos de nuestros trabajos, nuestra comodidad y nuestro dinero. Las chicas de Nueva Zelanda, Nicky y Katty, llevan tres años viajando, han ido a tantas partes que hasta a Medellín fueron a dar alguna vez. Saben que pronto tendrán que enfrentar la realidad de vivir en un sólo sitio, encontar un trabajo decente y ponerle algo de rienda a sus espíritus libres y aventureros, si es que hay alguna rienda capaz de someter un espíritu con tales características. Crystal, la Koreana, está haciendo un punto de quiebre en su vida. Cansada de todo y de todos, decidió armar mochila y salir al mundo. Sólo sabe la fecha en que salió de casa pero, aun no tiene itinerario fijo, ni mucho menos fecha de regreso. Por ahora, está embelasada con la vida del desierto, ya todos los camelleros la conocen y quién sabe a cuántos grupos más se unirá antes de elegir un nuevo destino en esa libre vida que elegió en la que el plan es no tener plan. Que fascinante es oir las aventuras y las motivaciones de cada viajero, saber que la libertad existe y que el mundo es de quienes se atreven a conquistarlo. Saber que hay vida mas allá de las 8 horas de oficina y que andar en tenis rinde más que hacerlo en tacones.
La tarde se nos fue sobre el lomo del camello y antes de que atardeciera ya habíamos llegado a una duna gigantesca, esta sí de pura arena. Allí presenciamos un atardecer que nunca olvidaremos. Jamás habíamos visto el sol tan rojo, tan grande, tan cerca. Parecía que si estirábamos un poco la mano podríamos tocarlo. En cuestión de minutos ya estaba besando la tierra y luego despareció. En ese mismo instante, al otro lado se asomaba la luna llena que nos serviría de sábana durante toda la noche.
Reposando en torno a la hoguera, estábamos en el punto más crítico de nuestra abstenencia cocacolística, entendiendo en carne propia lo que significa creerse la última cocacola del desierto, cuando, como una aparición, llegó de la nada un niño que se había caminado el desierto desde la villa más cercana, con un costal que al abrirse dejó ver ante nuestros ojos varias botellas del preciado liquído. Las compramos todas, al precio que dijo y si hubiéra pedido más rupias, se las habríamos dado. Con cocacola en mano, la faena de la cocinada se repitió, luego se repartieron mantas con olor a camello y las 9 de la noche ya estábamos rendidos. Lo extraño del desierto es la concepción del tiempo. Todo parece ir en cámara lenta, sin afanes, sin celulares, sin radio, sin computador, sin nada que sintonice con la realidad. La gente tiene la mirada serena, el caminar lento, la sonrisa honesta. Cada día trae su propio afán y el monzón determina sus cultivos y, por ende, sus vidas.
El camellero nos despertó muy temprano con una taza de té para que no nos perdiéramos el amanecer. Pronto el sol comenzó a asomar, dejándonos sin habla. Era simplemente increíble estar tendidos sobre la arena del desierto viendo semejante espectáculo. Desayunamos, ensillamos los camellos y comenzamos a devolvernos. La aventura había terminado. Los recuerdos permanecerán por siempre. Ese es el verdadero tesoro, las cosas que recuerdas, la gente que conoces, las imágenes que se quedan por siempre guardadas en la retina. Alguien me dijo alguna vez que lo leído, lo viajado y lo comido, se queda con uno por siempre. Es verdad. Las cosas materiales se pierden, se acaban, se dañan, pero lo otro no hay forma de que nadie te lo quite, ese es tu verdadero valor, lo que te define, lo que te proyecta. Eso es lo que hay que atesorar, incluso mas que el dinero.
Una efusiva despedida, un jeep esperándonos y un regreso al fuerte en busca de una ducha y de nuestras pertenencias. Jaisalmer nos dejó fascinados, pero ya era hora de partir.
Sentí un tono melancólico pero lleno de paz y tranquilidad al leer este post. ¿Seré yo? ¿Será el post? ¿Seremos los dos? Debe ser la forma como hoy miro el mundo, aunado a la ausencia de ustedes que grita mi corazón.
ResponderEliminarEs más paz que melancolía, sumada al recuerdo de todos ustedes ya las ganas de tenerlos acá.
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